Breve historia de mi vida 1
Voy a empezar por el principio: yo nací siendo muy niño (parafraseando a mi amigo –algo olvidado en el sentido de hacer crecer la amistad– Alfredo), una calurosa tarde del 24 de diciembre de 1962; precisamente a las 14.15 y en el entonces hospital Eva Perón, localizado en San Martín, según me ha contado mi vieja. El primer hijo y el primer niego; pesaba poco más de 4 kilos y era blanco como la lecha, según la misma fuente. A propósito, mis viejos son Nicolás (alias Colá), obrero plástico entonces, luego metalúrgico, y Ana Josefina (alias Josi), ama de casa entonces, luego trabajadora del servicio doméstico ("no hay nada peor que limpiar la mierda ajena", la escuché quejarse en mi adolescencia).
Por aquella época, cuando fui concebido y nací, vivíamos en casa de mi abuela paterna, Lucía (ya fallecida y poco querida por mí). Había un gobierno de facto, como casi siempre por estos pagos, pero varios candidatos se hallaban en plena campaña electoral (datos que confirmaré más adelante porque tengo serias dudas sobre este asunto. Concédaseme que toda biografía o autobiografía requiere también un mínimo de investigación contextual) para la elección del futuro presidente Arturo Umberto Illia, radical él, quien llegó a ocupar la Casa Rosada en 1963 debido a la proscripción del peronismo. Perón estaba exiliado en España.
Veníamos del desarrollismo de Frondizi, es decir de cierto florecimiento de la actividad industrial en la Argentina, del cual mi viejo "disfrutaba" –pongámosle así– de los beneficios de esa política económica que había insertado al país en el mundo capitalista. Lo mismo mi abuelo Jorge (padre de Josi). Ambos trabajaban en grandes fábricas (mi papá en la plástica Coronet Plastic y mi abuelo en la textil Cinco T, hoy cerradas) donde ganaban un salario que les permitía tener una vida más o menos digna (más menos que más, obviamente, si hablamos de capitalismo en el submundo que se llama América Latina). Ergo, con los ahorros de mi abuelo compraron el terreno sobre la calle Liszt y él se los financió a mis viejos, de modo que al poco tiempo mi viejo compró una casita de madera, de las llamadas prefabricadas, donde nos instalamos.
Tampoco pasó demasiado tiempo para que mi viejo y mi abuelo Jorge hicieran los pozos para instalar los cimientos de la que sería por 19 años mi casa. Cotidianamente y los fines de semana, sobre todo, ambos levantaban las paredes que por los mismos 19 años permanecieron sin revoque y con varias goteras, pero que sirvieron de hogar para una familia que acabó conformada por seis personas: mis padres y mis hermanos Jorge, Edgardo y Guillermo, por estricto orden de aparición.
Pero estábamos como en 1964. Todavía era yo el único. La familia no era grande y el trabajo era bueno para todos, de manera que mi más tierna infancia transcurrió sin mayores ni menores sobresaltos. No teníamos TV pero nadie la necesitaba demasiado entonces; con la radio y, si daba, un tocadiscos, todo el mundo podía ser feliz. Todavía hoy sorprende a mis hijos (Naty y Fede, principalmente a este último) que allá lejos y hace tiempo no hubiera televisión ni color ni CDs ni DVDs ni PCs ni la internet ni nada que se le pareciera. Además, a mi vieja le gustaba leer. Recuerdo desde siempre (concluyo que también durante ese momento de no memoria) que devoraba las novelitas de Corín Tellado y Marcial Lafuente, si me apuran; incluso las fotonovelas de Nocturno. De hecho, este material nonsancto fue el germen que instaló en mí la avidez por la lectura que, por suerte, evolucionó hacia otros autores de mayor o menor valía que los mencionados. Pero bueno, evolucionó.
Mis viejos no eran de ir al cine ni al teatro seguido, ni siquiera esporádicamentte; pero los bailes familiares y/o de la sociedad de fomento, donde más que nada se conversaba y se bailaba tango, anque algo de cumbia y música popular tipo El Cuarteto Imperial y Feliciano Brunelli, alcanzaban para hacer la vida un poco más entretenida, algo más trascendente que la alienación cotidiana a la que los condenaba –y nos condena– el trabajo. Ahora parece poco, que si vemos un poco en profundidad descubriremos que hoy por hoy, con todo lo que nos han puesto encima, no se supera aquella media. Ni las discos ni la internet ni nada dejan de ser placebos ante el sufrimiento diario en el que nos sumerge la condena ancestral: "te ganarás el pan con el sudor de la frente..." ¡Me cago en dios!
Por aquella época, cuando fui concebido y nací, vivíamos en casa de mi abuela paterna, Lucía (ya fallecida y poco querida por mí). Había un gobierno de facto, como casi siempre por estos pagos, pero varios candidatos se hallaban en plena campaña electoral (datos que confirmaré más adelante porque tengo serias dudas sobre este asunto. Concédaseme que toda biografía o autobiografía requiere también un mínimo de investigación contextual) para la elección del futuro presidente Arturo Umberto Illia, radical él, quien llegó a ocupar la Casa Rosada en 1963 debido a la proscripción del peronismo. Perón estaba exiliado en España.
Veníamos del desarrollismo de Frondizi, es decir de cierto florecimiento de la actividad industrial en la Argentina, del cual mi viejo "disfrutaba" –pongámosle así– de los beneficios de esa política económica que había insertado al país en el mundo capitalista. Lo mismo mi abuelo Jorge (padre de Josi). Ambos trabajaban en grandes fábricas (mi papá en la plástica Coronet Plastic y mi abuelo en la textil Cinco T, hoy cerradas) donde ganaban un salario que les permitía tener una vida más o menos digna (más menos que más, obviamente, si hablamos de capitalismo en el submundo que se llama América Latina). Ergo, con los ahorros de mi abuelo compraron el terreno sobre la calle Liszt y él se los financió a mis viejos, de modo que al poco tiempo mi viejo compró una casita de madera, de las llamadas prefabricadas, donde nos instalamos.
Tampoco pasó demasiado tiempo para que mi viejo y mi abuelo Jorge hicieran los pozos para instalar los cimientos de la que sería por 19 años mi casa. Cotidianamente y los fines de semana, sobre todo, ambos levantaban las paredes que por los mismos 19 años permanecieron sin revoque y con varias goteras, pero que sirvieron de hogar para una familia que acabó conformada por seis personas: mis padres y mis hermanos Jorge, Edgardo y Guillermo, por estricto orden de aparición.
Pero estábamos como en 1964. Todavía era yo el único. La familia no era grande y el trabajo era bueno para todos, de manera que mi más tierna infancia transcurrió sin mayores ni menores sobresaltos. No teníamos TV pero nadie la necesitaba demasiado entonces; con la radio y, si daba, un tocadiscos, todo el mundo podía ser feliz. Todavía hoy sorprende a mis hijos (Naty y Fede, principalmente a este último) que allá lejos y hace tiempo no hubiera televisión ni color ni CDs ni DVDs ni PCs ni la internet ni nada que se le pareciera. Además, a mi vieja le gustaba leer. Recuerdo desde siempre (concluyo que también durante ese momento de no memoria) que devoraba las novelitas de Corín Tellado y Marcial Lafuente, si me apuran; incluso las fotonovelas de Nocturno. De hecho, este material nonsancto fue el germen que instaló en mí la avidez por la lectura que, por suerte, evolucionó hacia otros autores de mayor o menor valía que los mencionados. Pero bueno, evolucionó.
Mis viejos no eran de ir al cine ni al teatro seguido, ni siquiera esporádicamentte; pero los bailes familiares y/o de la sociedad de fomento, donde más que nada se conversaba y se bailaba tango, anque algo de cumbia y música popular tipo El Cuarteto Imperial y Feliciano Brunelli, alcanzaban para hacer la vida un poco más entretenida, algo más trascendente que la alienación cotidiana a la que los condenaba –y nos condena– el trabajo. Ahora parece poco, que si vemos un poco en profundidad descubriremos que hoy por hoy, con todo lo que nos han puesto encima, no se supera aquella media. Ni las discos ni la internet ni nada dejan de ser placebos ante el sufrimiento diario en el que nos sumerge la condena ancestral: "te ganarás el pan con el sudor de la frente..." ¡Me cago en dios!
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