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martes, junio 20, 2006

Miramar I (de IV)

Miramar es una pequeña novela que escribí entre febrero y marzo de 2005, después de algunos meses de que los hechos en cuestión hubieran ocurrido. Antes se llamaba de otro modo, pero no tiene importancia. Sé de alguien que no estará muy contenta con esta publicación (de hecho, se enojó muchísimo al llerla y tuvo ganas de cagarme a trompadas en medio de la madrugada, mientras lloraba y reía), pero quería compartir su primer capítulo con vos con la promesa de subir los tres restantes próximamente. Dedicada a ella, ML (no confundir con L1 ni L2, de quienes hablaré más adelante). Que la disfrutes.



1.

"Bendito sea el día y el mes y el año y la estación y el tiempo
y la hora y el punto y el bello país y el lugar
donde fui unido a dos bellos ojos que me han atado"
FRANCESCO PETRARCA. El Cancionero



¿Existen las casualidades... o todo se debe a una serie de causalidades que gobiernan la vida sin que uno se dé cuenta...? ¿La vida es libre albedrío sin plan susceptible de ser discernido... o sigue un curso más o menos lógico, a partir de la primera ficha de dominó que voltea la siguiente y así indefinidamente, hasta estirar la pata...? ¿Cuánto de voluntad consciente hay en el curso de nuestro destino... o el tema se reduce a dejarse llevar por los caprichos aleatorios e inextricables de la ecuación tiempo y espacio...? ¿Lotería o ajedrez...? En este último caso, ¿es el primer movimiento el día en que nacemos o el instante en que el espermatozoide de papá penetra el óvulo de mamá... o aquel momento en el cual mamá y papá fueron engendrados...? ¿O el asunto se inició con el homo erectus o con la primera célula viva... o se remonta más allá todavía, al big bang...?
En fin, ¿qué es la vida, vivir...? ¿Una sucesión de encrucijadas que engendra el caos, la fortuna... o la plancha y esperando vanamente, infructuosamente, casi religiosamente, que algún accidente geográfico preexistente no nos eche al fondo a mitad de camino hacia ¡dónde, maldita sea!? ¿Hacia la catarata mortal, fatal...? ¿Hacia la nada absoluta que fluye eternamente en pedo líquido...?



Gustavo no se pregunta nada ni remotamente parecido cuando, al doblar la esquina de la estación, donde se topan las dos avenidas con los rieles ferroviarios, oye que alguien pronuncia su nombre apocopado. ¡Gus! ¡Gus! Así, con insistencia. Un eco lejano que no alcanza a focalizar en medio de la maraña letárgica.
Domingo por la noche, tarde. Acaba de devolver a Nicolás a la casa de la madre y su exclusiva preocupación, mientras anda cansinamente y con la cabeza gacha, consiste en cómo carajo sacudirse la depresión que lo embarga, igual que cada domingo de mierda. Desempolvarse la angustia. Olvidarse por un momento del rostro y los reclamos de Estela por la hora, por la plata y por todas esas cosas para las cuales él no tiene solución ni la tendrá próximamente. Quitarse de encima el peso de la vida.
¡Gus! ¡Gus!
Se detiene; mira hacia la calle alzando apenas los pesados párpados. Por la ventanilla del Renault 12 negro, descascarado, asoma Paula, sonriente y con estrellitas en los ojos. Gustavo se acerca. Hola, cómo estás, tanto tiempo, saluda con formalidad. Bien, ¿y vos? Bien, che.
–¿Adónde vas? –pregunta ella.
–Para mi casa.
–Subí, que te llevo –sugiere Paula.
–Vivo lejos, ¿eh? –se ataja.
–Subí.
Y obedece. Luego, en el habitáculo del auto, la besa en la mejilla y le pregunta qué andás haciendo por acá, te hacía en Villa del Parque. Una eternidad que no se ven; un puñado de años, en realidad.
–Vine a dejar a mi hermano en la estación –responde Paula–. ¿Para dónde vamos?
–A San Alberto, a un par de cuadras de la municipalidad.
El Renault 12 medio descascarado, cuyo también negro tapizado interior pide por favor que lo cambien, se pone en marcha y avanza por la avenida, hacia la plaza. Gustavo piensa en un par de preguntas de rigor. Echa un vistazo al cosmos antes de formularlas, no sabe por qué. El cosmos sigue ahí, echo un manto oscuro al que le han pegado lentejuelas vaya a saber uno por qué razón, con qué fin.
–¿Y el Negro? –hace la primera.
–Nos separamos... ¿No sabías?
–¿Si?
–Ajá. ¿Y vos?
–Vengo de dejar a Nico en la casa de Estela.
–...
–También me separé.
–No sabía nada.
–Hace un año largo –precisa él.
–Yo hace un par de meses.
–Mala época para el amor –comenta Gustavo.
–Pésima para la convivencia –objeta ella.
Ambos sonríen. La de ella, su sonrisa, es linda, muy linda, piensa él antes de preguntar dudando un cacho y... ¿cómo estás?
–Hum... –Paula alza los hombros para expresar algo o bastante de resignación–. Bien..., supongo.
Gustavo no puede descifrar cuánto... Cuánto bien y cuánta resignación. Prefiere no observarla así, fijamente, para ver más atrás de sus pupilas, donde la verdad suele asomar como girasoles al amanecer. Él suele pensar de este modo, con bastante poesía en las neuronas, con algunas metáforas que le sirven para explicar lo inexplicable o preguntar, preguntarse, en verdad, lo irrespondible. Las veces que esos pensamientos son pronunciados por sus labios, que los expresa ante algún interlocutor no precavido; cuando el exceso de cerveza lo relaja y trata de articular sus contradicciones, inmediatamente se escuda en la dialéctica hegeliana con cierto tufillo marxista, aun cuando no ha leído ni a uno ni al otro sino muy por encima. Con filosofía barata, bah.
–Fue de mutuo acuerdo o... –pregunta, al fin.
–Si. No daba para más.
–Qué lástima –miente.
Miente y no miente, en realidad. Quiere al Negro, con quien ha trabajado en el diario. Fue cuestión de tiempo aprender a sentir un afecto especial por él. Se lo dijo una vez, cuando una fiesta de fin de año en el trabajo, y ambos, el Negro y Paula, eran sólo dos adolescentes que hacían sus palotes en el amor. Un pibe bárbaro, sencillo y simpático, querible, simplemente. De última, nada hay más fácil de hacer que querer a alguien que se hace querer, a alguien querible. Y aquella vez, al decirle que lo quería, también le deseó una larga felicidad con Paula porque se lo merecen, aventuró, sinceramente.
No puede evitar, entonces, en el auto y repentinamente, fantasear con un romance subrepticio; una aventura intensa. A pesar de los casi veinte años que los separan. Pobre Negro, se dice, sin embargo.
–¿Estás parando por acá? –le pregunta, seguidamente y sacudiéndose al Negro de la cabeza para no sentir culpa de ninguna especie esta noche. La próxima, veremos.
–En lo de mi vieja –contesta Paula–. Pero solamente por unos días.
El auto dobla en la siguiente esquina y toma por Mascagni, derecho hacia Pedro Díaz. Gustavo medita ahora sobre cuánto le gustan las mujeres al volante. El lado femenino de los hombres, por decirlo así, tiende naturalmente a sufrir una fuerte atracción por aquellas mujeres que, de algún modo, ejercen prácticamente su lado masculino; por ejemplo, al manejar. Psicología barata, también.
–¿Por?
–Me voy para Miramar. Mi abuelo tiene una casa allá y me la presta por la temporada.
Breve silencio.
–¿Escapando...? –aventura.
–Un poco por eso y otro poco para poder pensar.
–¿Y el laburo?
–Ahora no tengo nada que se parezca a eso, a un laburo –repone ella–; ninguna cosa que se parezca siquiera a una obligación laboral.
–Uy, qué cagada.
–Es otra de las razones para rajarme lo más pronto posible. Nada me ata acá.
–¿Te vas sin un mango...?
–Tengo unos pesos guardados por un trabajo que tuve hasta hace poco y además mi viejo me tiró algo de guita.
–Tengo unos mangos guardados por un laburo que hice y mi viejo me tiró algo de guita.
–¿Vas a pasar el verano?
–Si. Además, en la temporada allá se hace buena plata con las artesanías.
Gustavo enciende un cigarrillo. Ha cambiado los Parissiennes por los más baratos del mercado. Los fines de semana, si da, compra Particulares, para darse el gusto. Antes, mucho antes, fumaba Parissiennes. Pero, ¿para qué gastar una fortuna en puchos si al final te matan?, suele excusarse cuando le cuestionan cómo hacés para fumar esos canutos de mierda, en referencia a unos canutos de mierda y cartón corrugado que apestan pero cuestan casi nada, como un par de alfajores Guaymallén triples.
–Y... ¿qué hacés? –escudriña él para continuar la conversación.
Cuando no se ha visto a alguien por mucho tiempo, nada queda más que preguntar cómo andás, qué hacés, qué es de tu vida, etcétera.
–Cosas en cuero: carteras, cinturones, llaveros... Esas cosas.
–Ah.
–Pienso venderlas en la feria de Miramar y con eso sobrevivir. Después veré –añade Paula.
–Está bueno eso –observa él, por decir–: laburo y vacaciones al mismo tiempo.
–Ajá.
–Aunque no se debe mezclar el trabajo con el placer, ¿no?
Ríen. Luego suspiran. Sigue el silencio.
–¿Vos seguís en el diario? –ella.
–Por ahora...
–¿Por qué?
–Ando con ganas de cambiar aires. No sé...
–Pero, ¿todo bien?
–Regular, como siempre –repone él, con la vida regularizada desde que nació.
Paula enciende un cigarrillo mientras doblan por Pedro Díaz. Oh casualidad de las casualidades, fuman de la misma porquería. Entonces, con el pucho marrón entre los labios, le pide a Gustavo que le indique el camino a seguir y éste lo hace. Por ahí y por ahí, le indica. Después:
–¿Cuándo te vas?
–Todavía no sé... Pronto, supongo.
Otro breve silencio, con algo de tensión en el ambiente. ¿Por qué...? Quién sabe. Aunque siempre hubo ese algo de tensión indescifrable durante sus largas y pasadas conversaciones.
–Avisá, ¿eh?
–Seguro.
Tras la indicación de Gustavo, ella detiene el auto ante la pequeña casa sin jardín, apenas césped reseco con manchones de tierra distribuidos en todo el terreno. Acá vivo, dice él. Se estira sobre la butaca y besa a Paula en la mejilla, otra vez, mientras la toma del antebrazo derecho con que ella sujeta el volante. Le agrada sobremanera ese brazo femenino dominando al vehículo.
–Si algún día tenés ganas de charlar –le dice antes de bajarse–, ya sabés dónde encontrarme.
Paula asiente con la cabeza.
–Nos vemos.
–Chau.
Sin más, el auto da marcha atrás y retoma el camino. Gustavo, desde la vereda, la saluda agitando la mano, viendo perderse el Renault en la noche fresca; mediados de noviembre, para más datos. Igual que en las despedidas de película. Me gusta, piensa, y mucho.
Entra en la casa y se siente repentinamente confundido: entre solitario, deprimido y feliz, digamos, por haber hallado a Paula en aquella encrucijada de dos avenidas y vías paralelas, en la esquina más impensada de Hurlingham. ¿Eso salva el domingo...?
Piensa en ella mientras saca la cerveza de la heladera; la destapa y se sirve un vaso espumante. Al rato, recién al rato reflexiona sobre las casualidades y las causalidades y todo aquello que un hombre solo es capaz de elucubrar una noche de domingo, de mortal e insalvable domingo, cuando todo ha sido dicho y hecho y hasta el suicidio resulta de un aburrimiento atroz.
¡Qué pedazo de boludo!, se reclama en voz alta tras el segundo vaso. ¿¡Por qué no la invité a pasar!?



La semana transcurre con una lentitud exasperante. Y él, pensando en una excusa de cierta coherencia para llamarla e invitarla a tomar algo. ¡Si ni siquiera tiene su número de teléfono! ¿Qué hacer al respecto? Revolcarse en su impotencia, por decirlo así, nada más.
El lunes almuerza con Mónica y recuerda a Paula.
Entretanto, va a trabajar, redacta estúpidos artículos en la PC y piensa en Paula: cómo carajo hacer para encontrársela sin pasar por desubicado y mucho menos parecer un desesperado. Debe existir un modo de forzar las casualidades, medita, de convertir éstas en causalidades; de colocarse en el momento exacto y en el sitio exacto para ayudar a la suerte, como quien dice. De reducir al minnimun la aleatoriedad de los eventos a través de circunstancias voluntarias, ¿se entiende? Ergo, ¿cómo carajo...? Lo ignora, por ahora.



El miércoles recibe un mensaje que lo pone en alerta profesional, como hace rato no sucede. Mariana le pasa la llamada luego de que el teléfono ha timbrado un par de veces.
–¿Mayares? –pregunta una voz algo impostada del otro lado de la línea.
–Él habla.
–Tengo un asunto que contarle sobre Carlos Barrionuevo.
El acto reflejo es preguntarse quién mierda es el susodicho. Luego recuerda la pequeña noticia a la que ha dado vuelo literario, como le gusta decir a Gustavo, para cubrir mayor espacio, nomás. Un chico de veinte años asesinado en Villa Tesei, la semana pasada, a quien vejaron, arrancaron los dientes, aplastaron las yemas de los dedos de ambas manos y vaciaron las cuencas de los ojos, para meterle una decena de balazos, finalmente. Una salvajada hecha y derecha.
–Lo escucho.
–Lo mató la policía de Tesei... –afirma tajantemente el tipo–. Esos hijos de puta.
Se produce un breve silencio, una pausa incómoda.
–Ajá –atina a emitir él, Gustavo.
–Lo mataron porque ya no quería trabajar para ellos, en las drogas.
–Ajá –mientras toma nota.
–Carlos es... era un buen chico que se equivocó, nomás; se dio cuenta de su error y quiso salir, pero no lo dejaban, los canas. Entonces se borró...
–¿Cómo lo sabe?
Lo trata de usted, pero Gustavo imagina que su interlocutor tendrá veintipico, como el chico muerto, poco más o menos.
–Solamente lo sé, créame.
Él, el interlocutor, también lo trata de usted, con lo cual Gustavo cree confirmar que, en efecto, tendrá veintipico. La lógica formal, aristotélica, también forma parte indisoluble de su bagaje argumentativo, como quien dice.
–¿Cuál es su nombre? –lo inquiere Gustavo, de pronto.
–Eh... No importa mi nombre, ¿sabe? –se ataja–. Lo único que importa es que usted publique en el diario la verdad, que lo mataron a Carlos, que fue la policía de Tesei, no lo que dicen ellos.
–El problema es que no puedo publicar cualquier cosa –repone Gustavo– sin pruebas, ¿me entiende?
–Es tal cual yo le digo.
–Necesito pruebas, testigos, al menos alguien que dé su nombre para poder hacer una denuncia de este calibre, ¿se da cuenta?
–Le pegaron diez tiros y todos fueron con balas de la cana.
–Eso no es lo que dicen...
–¿¡Y qué quiere que digan!?
–Si usted me da un dato concreto, yo podría...
–¡Ese es un dato concreto! –chilla el interlocutor–. Que lo mataron con sus propias armas, los muy hijos de puta.
–El informe de los peritos, según tengo entendido...
–¡Es como yo le digo! –lo interrumpe.
–No sé...
–Se lo aseguro.
Gustavo comienza a fastidiarse con la comunicación. No quiere problemas, asumir compromisos que le compliquen la existencia o que tal vez no pueda cumplir, pero tampoco puede dejar pasar asunto tan escabroso así como así.
–Necesitaría alguien con nombre y apellido que hable sobre el tema, que haga la denuncia como usted la está formulando ahora bajo el anonimato.
–...
–¿Me escucha?
–Si... –parece titubear–. La familia sabe esto, pero tiene miedo; todo el mundo está amenazado. Todo el barrio tiene miedo.
Deduce, Gustavo, que quien habla es un allegado cercano a la víctima, un familiar quizá. Por eso cambia de actitud, intentando contemporizar.
–Si me dieras tu nombre, podríamos hablar sobre el asunto y ver qué se puede hacer –le dice, tuteándolo ya.
–...
Silencio del otro lado.
–Alguien debe querer o poder decir algo que sirva para hacer un artículo sobre la cuestión.
–¿Usted sabe dónde viven los padres?
–No.
El interlocutor le da una dirección.
–Hable con ellos –agrega–, puede ser que le den algún dato que le sirva para lo que usted pide.
–Lo voy a intentar.
–Bueno.
–¿Tenés idea de los nombres de los policías que mataron a Carlos?
–Uno de ellos es el subcomisario Branda.
–Branda, ajá.
–Es el jefe de calle de la comisaría.
–Hablaré con él, también –dice Gustavo.
–¿Se imagina lo que le va a decir?
–Me imagino.
–...
–...
–Hable con la familia.
–De acuerdo. Llamame la semana que viene.
–¿Para qué?
–Así te cuento lo que sé para ese momento.
–Está bien.
–Gracias por el dato.
El interlocutor corta del otro lado. Un fastidio. Quilombos extras, se dice; odia los quilombos extras. De sólo pensar que tendrá que entrevistarse con la familia de Barrionuevo y con el cana, a Gustavo se le revuelve el estómago, siente náuseas.



Pasa la noche del domingo siguiente, después de dejarlo a Nico en lo de Estela, yendo y viniendo por la esquina del primer encuentro; con la vana esperanza de toparse casual y nuevamente con ella y su Renault 12 negro, descascarado. Pero nada ocurre. No hay modo.
Todavía peor: Gustavo no es una luz con relación a las mujeres. Ha pasado la mayor parte de su vida casado y sus miedos, por ende, superan con creces a sus deseos. Él lo sabe, es perfectamente conciente de ello, lo cual lo llena de impotencia y frustración. Por eso, habitualmente, necesita bastante alcohol para tomar valor, darse ánimos y encarar a la mina de sus sueños. Aunque ésta, ocasionalmente, haga lo imposible para despabilarlo infructuosamente. Así, las mujeres soñadas y cansadas desaparecen al abrir los ojos, por la mañana. Para siempre. Sin embargo, no quiere que éste sea el caso. Paula le gusta; Paula lo calienta, para ser preciso. Sobre todo, ese enorme y hermoso y redondo culo que ella sabe bambolear y él observar con detenimiento y anhelo.
De este modo sucedían las cosas cuando Paula dejaba la oficina luego de aquellas largas conversaciones que los dos compartían en la redacción, años atrás. Por aquella época, Paula iba a la escuela secundaria y al salir se daba una vuelta por el diario para buscar a Daniel, el Negro, quien cumplía labores en la oficina de edición. Generalmente, mientras esperaba que él terminase el trabajo, tomaba unos mates con Gustavo, que tipiaba sus tontas notas y/o entrevistas insulsas. Como ha hecho siempre y siempre hará. Y hablaban mucho, con respecto a todo: arte, política, la vida... Así llegaban a pasar horas que ambos parecían disfrutar. Después, cuando el novio terminaba con lo suyo, cruzaba el pasillo, atravesaba la puerta y la pareja se retiraba por la misma puerta y el mismo pasillo: él con sus mechas ígneas y ella con su cabellera lacia y morena y los cachetes traseros bamboleantes que imantaban las pupilas de Gustavo, despertando su deseo. Como ahora.
No obstante, se culpaba –ya no– al experimentar esa atracción por una mujer demasiado joven, apenas adolescente, casi una piba. Para colmo, estaba Estela de por medio –ya no–, aunque las cosas no iban todo lo bien que habían ido hasta hacía poco, cuando gozaban algunas cosas juntos. Y ella, Paula, para colmo, tenía por noviecito al chico más querido por él entre todos los que trabajaban en el diario. Todo mal.
De manera que durante aquel par de años, el inocuo affaire se redujo a esas largas y entretenidas charlas, sazonadas con mate o café o lo que fuese; al amor platónico que le profesaba y a la admiración que ella dejaba trasuntar por él toda vez que le era posible. Hasta que el Negro consiguió un laburo mejor pago, en una productora independiente de Capital, y ambos desaparecieron de la zona sin decir adiós.
Bastante más tarde, Gustavo tomó conocimiento, a través de amigos comunes, que Paula y el Negro vivían juntos, en Villa del Parque. Pero no le dio mayor importancia al casorio y todo pasó al olvido. O casi. Y él se separó y el mundo pareció convertirse en un infierno sin salida, en un laberinto que él construyó y, como a Icaro, los dioses condenaron al encierro. Desplumó un par de gallinas, varias palomas, alguna serpiente, mas no duraron las alas sui generis sino hasta un par de centímetros por sobre el suelo, lo que hubiera logrado con tacos altos.
Solo y desamparado, ya no tenía –ni tiene– con quién corno conversar sobre las cuestiones que le interesan: arte, política, la vida... Se come las uñas; chupa como un beduino; de cuando en cuando sufre rabietas durante las cuales golpea paredes, tira cosas, llora un poco.



La historia siguió su curso más o menos normal. Pero los caminos del señor son inextricables. Entonces ocurrió la noche de aquel domingo fortuito y Gustavo piensa en Paula y en excusas para llamarla. Así, un día, recuerda el festival de cine alternativo que el diario auspicia en El Galpón, para fin de mes, y descubre que siempre ha tenido al alcance de la mano el argumento perfecto pero no supo verlo, por despelotado. Lo esencial es invisible a sus ojos; se marea y se confunde con los ribetes de la realidad, con el rococó de los problemas.
Pero, ¿cómo la llamo si no tengo el número?, se pregunta, contrariado; decepcionado de si mismo, en verdad. ¡Qué pelotudo! Ni siquiera le pedí el correo electrónico.
Mientras escribe el artículo sobre el chico que se ha suicidado por el horror a recibir una reprimenda de sus padres cuando se enterasen de que iba a repetir el primer año de la secundaria, halla la solución al inconveniente. La madre de Paula es psicóloga, lo recuerda. Así que ordena a Mariana que consiga el número de teléfono para hacerle alguna consulta sobre el tema, le explica a la secretaria del diario. Y así, con el ansia dándole golpes al ventrículo izquierdo del corazón, se sienta a esperar. Ser pero no parecer un desesperado, se insiste; argumento con el que intenta disfrazar su cobardía. Porque tampoco es cuestión de andar buscando públicamente el modo de comunicarse con la chica recién divorciada de un amigo, ¿no?, plantea.
Al día siguiente, Mariana ha conseguido el bendito teléfono. Al mediodía, Gustavo digita los números, nervioso. La voz del contestador anuncia estás comunicado con bla bla bla y siente, él, una punzada en el estómago, pues odia hablarles a esas máquinas de mierda. Deja el mensaje, no obstante: Paula, habla Gustavo... Te llamaba para hacerte un par de invitaciones... Mi teléfono es este y aquel y el otro número. Cuando puedas, llamame, ¿si? Nos vemos. Chau.
De nuevo se sienta a esperar, bastante angustiado por el inesperado contratiempo. Pero nada. Ni señales de humo. Así que a los dos días reitera el llamado, por la mañana, y nuevamente el maldito contestador haciendo de las suyas en el estómago. ¡La puta madre que los parió a todos los contestadores del mundo!, piensa Gustavo mientras dice Paula, soy Gustavo de nuevo... Eh... Si podés comunicate conmigo por esto y por aquello al bla bla bla.
Esa misma tarde devuelve los mensajes la madre de Paula. Mariana deriva la llamada desde la recepción.
–Hola.
–¿Gustavo?
–Si.
–Habla la madre de Paula.
El corazón de Gustavo palpita desacompasadamente, por un instante. Demasiados golpes en el ventrículo.
–Ah, ¿cómo estás?
–Bien, bien. ¿Y vos?
Se conocen desde hace un tiempo. Ella le lleva unos pocos años y se han cruzado y conversado un par de veces por asuntos que no vienen al caso; y ,sobre todo, porque en un localidad pequeña todo el mundo se conoce.
–Todo bien. Te llamaba por los mensajes que dejaste.
–Ajá.
–El tema es que Paula se fue a Miramar, ¿sabés? La semana pasada.
El corazón, finalmente, se detiene, o al menos da un vuelco imprevisto, no doloroso, mas le crea un vacío interior como ocurre a veces cuando se desploma agudamente la montaña rusa.
–Ah... Bueno...
–Así que...
Silencio a ambos lados de la línea.
–Bueno, te agradezco.
–Es algo... ¿importante?
–No, nada importante.
–Bueno... Entonces... Nos vemos.
–Si, chau.
–Chau.
¡La reputa madre que me parió!, chilla Gustavo en voz alta, tan alta que Mariana entra a la redacción para preguntar ¿pasa algo? No, nada, responde él. Sólo que el puto teléfono siempre trae malas noticias, piensa o lo dice, no está seguro.
De manera que durante las siguientes jornadas es presa fácil para la depresión y una extraña añoranza de Paula, como si algo hubiera quedado en el tintero. Siente que se le ha secado la tinta mientras pierde tiempo en busca de la pluma, o algo así, porque es pésimo con las metáforas pretendidamente originales. Frustrado. Fastidiado. De muy mal humor; situación que le hacen notar repetidamente sus compañeros, en el diario.
Hasta que el tiempo, que sana toda herida, mete en cauce las cosas y él retoma la apatía normal que los viernes y sábados parece repuntar y los domingos a la tarde se transforma en profunda depresión y a la noche en angustia existencial, como quien dice. Solitario, ya sin Nico, que colma buena parte de sus expectativas. Es que con él, con Nico, Gustavo tiene en qué ocuparse, por quién preocuparse. No es que sea sucedáneo de nada; es que le pone las pilas.



El e–mail dice lo que sigue:
Gus:
Acabo de inventar un par de posibles direcciones tuyas, así que espero haberle pegado en alguna. Me dijo mi vieja que llamaste un par de veces, pero nada más. Así que tratándose de una de suspenso, me prendo.
En estos momentos ando pululando por los ciber cafés miramarenses... y en todos los otros humedeciéndome los pies en los descampados de por acá. Me vine, nomás, con los cueros al hombro (mentira: mi hermano me prestó el coche) y estoy probando suerte. Lo que probé hasta ahora sabe bastante amargo y te deja una sensación de dolor en las nalgas, como si alguien te hubiera sacado a patadas en el culo.
Estoy curtiendo el oficio de cazadora de oportunidades y, con la temporada que se viene encima, tengo mucho para maquinar.
Pero como ahora no tengo un carajo que hacer, mi tiempo se va a aprovechar un poco del tuyo, así que te voy a adelantar posibles respuestas a posibles preguntas tuyas, con los dos propósitos: de ir ganando tiempo y de matarlo a la vez.
Si el objetivo de tus llamadas era:
– ofrecerme un Citroën 3cv m28 nca tx pap al día, por $ 300... bueno, hay trato.
– venderme una entrada para ir a ver a los Beatles... no, no te creo.
– que te sobre un lugar para ir a recorrer Latinoamérica a gamba... bueno, dale.
– si prefiero morcilla vasca o común... prefiero la vasca.
– tinto o blanco... tinto.
– que me conseguís un trabajo para cavar pozos y luego rellenarlos... lo pienso.
– si me decís que tenés libros enterrados en los 70 debajo de un cañaveral que crece arribita... no, no caigo por segunda vez.
– si te falta una respuesta de las claringrillas... no cuentes conmigo.
– si querés saber qué hay del otro lado de la luna... esperá un poquito que estoy en plena observación.
– si querés un consejo para borrar amores malditos... Miramar es una buena opción.
– si necesitás que vaya a La Quiaca a ver si llueve... voy, pero me tenés que inflar la bici.
– si querés saber si se ve mejor de lejos que de cerca... y, depende qué quieras ver, distinto es.
Bueno, espero haber acertado con alguno de los motivos de tu llamado, pero más que nada espero haberle pegado a las direcciones de mail, porque estoy al pedo pero no tanto como para escribirle al aire.
Saludos desde las húmedas tierras costeras, donde las grandes palomas se corretean las unas a las otras en el techo de chapa de tu casa, donde las sombras se hacen invisibles y te dejan más sola que Pinochet el día del amigo.
Pau
Ya es tarde. Así que lo imprime y repasa una y otra vez, recostado en la cama de su casa. Tiene, piensa, cierta intimidad, cierta... complicidad. Y se siente bien por eso; hasta feliz, en verdad. El asunto va viento en popa. Ahora no sólo tiene un modo para comunicarse con Paula, sino que ella se ha tomado el trabajo de inventar direcciones para escribirle, haciéndole propuestas que, entre el humor y la sinceridad, permiten inferir algo más que confianza, abriendo algunas puertas que él, a priori, creía cerradas.
Mañana mismo le contesto, se ordena. Mañana le hará una serie de insinuaciones que, sin ir directo al grano, pondrán las cosas más o menos en claro. Así que, confiado, contento, pensando que el mundo es un lindo lugar y que la vida puede encaminarse hacia buen puerto, cierra los ojos y se duerme al ratito, casi sin pensar. La cerveza hace su trabajo.



Se arrellana en el sillón, ante la computadora. Abre el Explorer, su casilla de correo electrónico y comienza a escribir que no sobre el Citroën ni los Beatles; qué lástima lo de la morcilla y el vino pues él prefiere la común y el blanco, respectivamente, aunque en ambos asuntos puede transar; que ni pozos ni cañaverales ni La Quiaca ni la Luna sino, simplemente, invitarla a un festival de cine alterRomivo que auspicia el diario para el sábado 20 y después, si da, ir a tomar una copas a cualquier lugar que vos dispongas, para retomar aquellas charlas que se extrañan tanto, ¿sabés? Que es un pena, sin embargo, que ella haya partido de un día para el otro, de repente, así él esté avisado desde aquella noche de aquel domingo. Y el trabajo que se ha tomado para tratar de ubicarla con el solo propósito de formularle dicha/s invitación/es. Que, de cualquier modo, espera que le vaya bien y si llega a necesitar algo mientras te humedecés los cayos en la mar océano, pegá el grito que las personas que te queremos, teclea, estaremos ahí en un abrir y cerrar de ojos. Gustavo, firma. Suspira, como exhausto.
Relee el texto, corrige alguna falta gramatical y otra de sintaxis, y cliquea enviar. Por el momento, nada más que hacer.
Durante las horas siguientes abre y cierra la casilla de Yahoo reiteradamente, desilusionado y esperando una respuesta que no llegará sino un par de días después, cuando casi ha perdido toda esperanza. Gustavo es así: suele caer velozmente en la desesperación. Encima, lo corroe la ansiedad.
Más tarde de ese mismo día en el que la respuesta no llegó, cuando va a la parada del colectivo se pega una vuelta por el locutorio de enfrente: sin respuesta, sólo una docena de boludeces tipo spam, y se siente espantosamente descorazonado. Por eso comienza a meditar sobre la distancia, sobre Miramar y sobre Hurlingham y en los quinientos kilómetros que separan a ambas ciudades, a él y a Paula. Y se reclama nuevamente por no haber reaccionado antes que se fuera; por no haberla invitado a pasar aquel domingo por la noche. ¡Qué pedazo de pelotudo!, se insulta.
Entonces da inicio la telenovela de la tarde. Se pregunta si pudo haberla retenido en Hurlingham... En el colectivo, camino a casa, elucubra toda la historia que podría haber sido pero no es. Se consuela fantaseando sobre lo que no pasó; con qué hubiera sucedido de haberla invitado aquella noche, especulando con el romance de haberla llamado antes de su partida, para implorarle por favor no te vayas, te quiero acá, cerca mío, conmigo, porque sos la mujer de mi vida y nada será igual si no estás... ¿Podrás comprender que ahora, con vos lejos, me siente más solo que un perro extraviado? ¿Te darás cuenta por mis gestos, si los vieras, que soy para vos y sos para mí, el uno para el otro, quiero decir? ¿Cómo seguir, con vos lejos? ¿Cómo abordar el derrotero de la vida si a mi lado sólo está la sombra de lo que pudo haber sido, de lo que no fue...?
Eso es lo que ando necesitando, se dice en casa, mientras bebe la religiosa cerveza de cada día: un romance que le dé sentido a mis días, a mi vida. El melodrama de sábado a la tarde, entre la de ciencia–ficción y la de aventuras históricas. Sábados de Súper Acción.
No cena. Se echa en la cama, como enamorado, con mariposas revoloteándole en la panza, que le quitan el apetito. Después se desviste y va al baño para masturbarse bajo el tibio chorro de la ducha.
De nuevo en la cama, se propone escribirle al día siguiente, si no hay respuesta. ¿Y...?, será el título del e–mail en el que dejará traslucir cierta decepción y melancolía, cierta amargura, cierta decepción por la suerte esquiva, por el miserable destino.



Sin embargo, se arma de paciencia y espera dos días más antes de enviarle un nuevo mensaje, a través del cual la conmina, ligera y/o veladamente, a responder. Dos días que parecen una perennidad de mil años, sin exagerar. Una eternidad durante la cual supone que ha sido demasiado explícito en su primer mail, ¿asustando a Paula?
Todo acabó, se dice.
Se convence, dos días después de la primera comunicación, que ella nunca ha tenido la intención de entablar alguna intimidad con él y que todo se reduce a una juego de palabras, preguntas y respuestas, tras las cuales subyace única y exclusivamente un sentimiento de amistad, nada más. Debí haber entendido sus códigos, se dice; comprendido enseguida que los jóvenes se manejan ahora con ese tipo de simpática y desprejuiciada confianza. Y que el Citroën y La Quiaca y Latinoamérica a pata y los cañaverales y el vino y la morcilla no son más que parte de un juego verborrágico al que él se prendió mal, entendiendo lo que quiere entender y no lo que Paula dice, en realidad. Una confusión, un malentendido del tipo a los que suele exponerse, por idiota.
Y se siente viejo y cansado.
Aun así, le manda el correo con el ¿Y....? así de explícito en el asunto, con subyacentes recriminaciones en el cuerpo del texto. Tal y como se lo ha propuesto y lo cumple. Tiene que terminar con esto, que ya está agotando su paciencia y sus nervios. Por si o por no, debe acabar de una buena vez. El problema ya está invadiendo su vida laboral, impidiéndole escribir un puto artículo como la gente durante los días que han seguido al último mensaje de Paula, atrasando el trabajo y todo eso. Rody le sopla la nuca con los textos que deben ser redactados y corregidos para el día siguiente. El diario dista siquiera de ser promediado.
Gustavo tiene la moral por el piso. La preocupación llamada Paula ocupa la mayoría de sus neuronas. Encima está harto de hacer lo que hace, lo que no es de ahora. Su hartazgo es crónico respecto de casi todo, para qué negarlo.
Se considera un escritor, con gran cantidad de cuentos y relatos y un par de novelas en su haber, que, por supuesto, nunca llegarán a ser publicadas. Ese es su cruel destino: el de autor fracasado, que ha nacido en el lugar y en la época equivocados. ¿Quién puede retrucar que la Argentina de hoy –de ayer, de mañana– es el país erróneo para quienquiera que ansíe o pretenda dedicarse a algo más que no sea ganarse el mango para sostener a su familia con el mendrugo cotidiano...? Y él se gana la vida, por así decirlo, como jefe de redacción de un diario pueblerino sin mayor trascendencia. Así son las cosas y así serán siempre. Tristes. Trágicas. A qué dudarlo.



Ha llamado a la comisaría de Villa Tesei y concertado una entrevista con el comisario Acuña, quien lo recibirá el jueves a las 10 con mucho gusto, ha respondido el cana luego de hacerlo esperar varios minutos en el teléfono. Hoy es jueves a las 9.55. La comisaría apesta a... comisaría; es un olor particular que a Gustavo lo repele casi tanto como el de los hospitales demasiado limpios. Kerosén, acaroína, alcohol de quemar..., no sabe bien sólo que le produce repeluz y arcadas que contiene esforzadamente, mientras espera que Acuña lo reciba, sentado en un incómodo banco de madera barnizada.
Al fin, el cana lo hace pasar a una oficina que da al pasillo largo, el cual termina en las celdas, al fondo. Acuña es enorme, con un bigote que lo caracteriza exactamente como matón de sindicato. Pero es el jefe de la policía de Villa Tesei.
Gustavo se presenta y se estrechan las manos; su mano también es enorme. Se sientan frente a frente, con un antiguo escritorio de por medio, con un vidrio bajo el cual se distinguen fotografías familiares e institucionales. Una pistola Browning 9 milímetros, una pila de carpetas de cartón, un cenicero grande de vidrio, un lapicero y una vieja computadora son los únicos elementos sobre el mismo, el escritorio.
Usted dirá, dice el comisario con fingida amabilidad. El tipo odia a los periodistas en particular y a la humanidad en general; Gustavo lo sabe. Y él, Gustavo, odia visceralmente a los canas. Un sano y civilizado sentimiento inculcado por su padre, quien desde pibe le dijo: en la vida podés ser cualquier cosa, menos policía, milico o chancho de tren...; ¡nada que use uniforme!, le ha repetido el viejo hasta que se le grabó a fuego en la consciencia.
–Quería saber si tenía alguna novedad con relación al asesinato del chico Carlos Barrionuevo.
Extrae la libreta y la Paper Mate de la mochila. El rati piensa o hace que piensa; se lleva la manota a los labios y emite un sonoro huuuuummmmm que supone acompañar las reacciones químicas y eléctricas de su cerebro, en tanto las pupilas buscan el cielorraso tras los párpados rasgados.
–Usted tendría que hablar con el fiscal de turno –se excusa, al fin.
–Sé que su gente es la que está llevando adelante las investigaciones.
–Por supuesto, pero no corresponde que obtenga ninguna información de mi parte, debido al secreto del sumario.
–Entre nosotros –dice Gustavo esas palabras que la parte más idiota del mundo considera mágicas cuando son pronunciadas por un periodista–, ¿usted tiene algún dato concreto sobre el o los asesinos?
El tipo hace otro largo huuuuummmmm que supone el mecanismo de la reflexión, de estar evaluando las frases a decir antes de ser emitidas. No obstante, Gustavo sabe –como todo el mundo que ande con dos pies sobre la tierra– que los canas no piensan, o no reflexionan, mejor dicho, sino en función del calibre y/o el largo de sus armas. Y el negro cerebro de Acuña permanece inmóvil sobre el vidrio del escritorio, justo encima de la fotografía ¿familiar? a todo color.
–Como concreto... –estira la frase en un silencio acompañado por la mueca dubitativa de labios y mentón–, no hay nada. Lo que estimamos es que se trató de un ajuste de cuentas en bandas.
Gustavo anota ajuste de cuentas entre bandas.
–Creemos que el tipo formaba parte de una banda que se dedicaba al tráfico de estupefacientes en la zona, inclusive en Morón e Ituzaingó.
Gustavo anota tráfico de estupefacientes en Morón e Ituzaingó y acota una banda bastante grossa, entonces.
–Suponemos que si –consiente el comisario con un gesto de satisfacción–. La investigación que estamos desarrollando (y esto es estrictamente entre usted y yo) –comenta el cana entre paréntesis– apuntan a una organización que tendría ramificaciones en distintos municipios del Gran Buenos Aires y hasta posiblemente en el exterior, pero esto no podría asegurárselo en este momento.
Gustavo anota.
–Claro –asiente–. ¿Piensa que habrá novedades para los próximos días?
–Hum... Puede ser. Estamos siguiendo varias pistas, varios rastros –dice el tipo–, varias puntas que todavía no sabemos hasta dónde nos pueden llevar. Sabe cómo es esto...
–Claro –asiente otra vez Gustavo, aunque no tiene idea.
Mientras tanto, calibra el momento en el cual espetarle su última versión de los hechos.
–Apenas tengamos una novedad –dice el policía– se lo haré saber personalmente.
–Se lo agradecería. Por otro lado –ignora si es el momento apropiado, pero teme que pronto el comisaría dé por terminada la entrevista y no pueda observar su reacción–, me ha llegado un llamado anónimo, le aclaro, en el que me dijeron que las diez balas...
–Doce –rectifica el otro.
–Que las doce balas que tenía Barrionuevo en el cuerpo pertenecerían –subraya Gustavo el tiempo potencial– a armas iguales, por lo menos, a las utilizadas por la policía.
Nada. Acuña ni se mosquea. Igual que si ha estornudado un mono tití en Bangladesh.
–Puede ser –dice, y recoge su cerebro del escritorio, lo balancea con la diestra, lo mira y lo vuelve a dejar sobre la foto mencionada–. Por desgracia, hay muchas bandas que usan 9 milímetros para sus atracos y hasta 11.25 –agrega–, de uso militar. No será el primer asesinato que se comete con ese tipo de pistolas. ¿Las conoce usted? –la toma nuevamente y la exhibe frente a su propio rostro y al de Gustavo.
–Las conozco. Hice el servicio militar en el arsenal de Campo de Mayo.
–Ah, muy bien –dice, satisfecho.
–¿Se sabrá no sólo a qué tipo de arma, sino a cuál arma o armas en particular eran las municiones que mataron a Barrionuevo?
–Hum... Tal vez sí, tal vez no –hace una mueca Acuña que pretende ser una sonrisa–. Eso lo están averiguando los peritos balísticos.
–Claro. ¿Le molestaría que lo llame la semana que viene para ver si hay alguna novedad?
–Por supuesto que no –repone el cana, poniéndose de pie.
Gustavo lo imita. Estrechan sus manos. Un gusto, miente el comisario Acuña. Igualmente, miente el periodista Mayares.
En el colectivo, de camino a la redacción, se le mezclan las sensaciones. La ansiedad por Paula y el desprecio por Acuña. Todos los canas son asesinos, se dice. Todas las mujeres traidoras. En un punto se parecen: cualquier día de esos, pueden meterte una puñalada por la espalda.



El alma le vuelve al cuerpo cuando, el sábado, descubre que ha recibido correo de Paula. El texto es dual, imposible calificarlo de otro modo; pero trae una buena noticia consigo: el martes o miércoles ella regresará a Hurlingham para cobrar una deuda pendiente y atender otros asuntos que deben quedar resueltos antes de que llegue el verano y no vuelva a asomar el rostro por estos pagos hasta marzo del año venidero, por lo menos, le dice.
Además, acepta la invitación de Gustavo al festival, el sábado próximo, y si da, podrán ir a tomar unos vinos a algún lugar, siempre y cuando el mismo sea tinto, pues ella no está dispuesta a transigir con relación al Negror que no es sólo Negror sino una cuestión de principios: el blanco es para los legos, dice, para los maricones, para las minas que toman vino dulce finamente gasificado; así que sobre el punto, no hay tutía, afirma.
Paula le cuenta también que en ese momento, viernes, anda por Mar del Plata, no de paseo sino acompañando a la tía Rosa, quien tramita papeleos referidos a su jubilación. Y, al final del texto, que se siente llena de sorpresa y curiosidad por algo indefinido que Gustavo concluye es su propio y último correo electrónico, cargado con develada ansiedad.
A pesar de la dualidad de la mayoría de los conceptos, sus palabras, las de ella, son sugerentes; dejan entrever que algo espera del próximo retorno y simultáneo encuentro. Al menos, él lo entiende así. Porque si bien en todo momento se mantiene en una neutralidad emocional de la que él poco puede colegir, hay un trasfondo, una profundidad que intuye.
A pesar de las crípticas sugerencias de Paula, de no saber a qué cuernos atenerse con certeza, Gustavo se siente aliviado y habla de ella, de Paula, con Mariana; aunque sin nombrarla. Una chica conocida, le dice. Porque a Mariana la subyugan los asuntos relacionados con romances potenciales, en curso o terminados. Y él necesita, de pronto, decirle a alguien qué siente o qué cree sentir, que es más o menos lo mismo.
En temas del corazón, digamos, prácticamente no hay diferencia: uno en efecto siente lo que cree sentir, uno ama cuando cree que ama pues el amor no es más que una creencia infundada. Gustavo lo sabe o cree saberlo, que es lo mismo. Lo ha dicho y escrito mil veces: el amor carece de sustento práctico, de prueba sustentable, de lógica aristotélica; es a–empírico, una fatuidad. De última, puede considerárselo contradictorio, dialéctico, hegeliano en alguna medida, pero sólo en alguna medida. Es una contradicción insalvable entre el ser y el estar, una negación complementaria de lo que uno es, físicamente hablando. El amor es un potencial, una religión, un deseo imposible de ser satisfecho sino a través del acto carnal y solamente en alguna medida, pero solamente en alguna medida. Puede tenerse sexo con quien no se ama; puede tenerse sexo y no hacer el amor. Esto, sin embargo, no implica que el sexo o la sexualidad dejen de ser los asuntos más bellos y placenteros sobre la tierra, ¿no? El amor le añade tranquilidad moral, paz espiritual para los vivos. Es un hecho: no se puede vivir del amor, pero también es un hecho que no se pude vivir sin él, careciendo de él en absoluto; al menos si uno pretende alcanzar ciertas alturas vitales, ni hablar si se pretenden algunas cúspides intelectuales o artísticas.
Gustavo concluye –o ha concluido alguna vez, mejor dicho– que, no obstante y por eso mismo, el amor es una potencia, una energía, un impulso tan vital como destructivo. Uno puede llegar a matar por amor, por la angustia posesiva del amor o que el amor genera. Y a nadie se lo puede culpar o castigar por ello, le ha oído decir a un Sábato senil, decadente, amoral. Hastiado de la vida misma desde la muerte de su compañera, supone –o ha supuesto–. Pero algo de cierto hay en ello, aunque parezca escandaloso y, en algún punto, aterrador. El amor mata; es en gran medida el más mortífero de los poderes. Y no cree –o ha creído– que eso sea una simple metáfora (para las cuales es pésimo artesano) o figuración: cree que mata verdaderamente. Vuelve –o ha vuelto– a pensar en las casualidades etcétera, en lo fáctico de estar paradojalmente muerto cuando se es engendrado por un –excepcional– acto de amor.



–¿Van a salir? –lo interroga Mari.
Lo despierta, de pronto, del ensimismamiento que ha durado un segundo largo como minutos largos, de sesenta y cinco segundos.
–El sábado, después del festival –responde él.
–Uy, qué bueno.
–El problema es que no sé adónde llevarla.
–Tendría que ser un lugar con privacidad –sugiere ella.
–Afuera de Hurlingham.
–¿Por?
–Eh... –vacila él–. Para que no nos vean los indeseables.
–¿Tiene novio?
–Ya no.
–¿Entonces?
–Es que... –Cómo decirle y no decirle lo que puede y lo que no–. Estuvo casada hasta hace muy poco tiempo y no querría... Ya sabés. Además, Estela... Qué sé yo.
–Entonces es un mina grande...
–No tanto.
–¿Cuántos?
–Veintitrés o veinticuatro.
–¿Y ya estuvo casada?
–Si.
–De muy joven.
–A los veinte, más o menos.
–Entonces si: un lugar afuera de Hurlingham.
Toman unos mates.
–¿Quién es? –lo interroga Mariana, curiosa y sonriente.
–No te lo voy a decir.
–¿La conozco?
–No te voy a contestar.
–Dale.
–No.
–Dale.
–No –sentencia Gustavo.
La verdad es que él nada desea más en el mundo que contarle a Mariana y a todo el mundo que el sábado, después del festival, saldrá con Paula. Pero se contiene.
Sólo más tarde se pregunta qué carajo voy a hacer con Mónica si pasa lo que pretendo que pase o lo que espero que pase o lo que tiene que pasar, lo que pasará. ¿Qué carajo voy a hacer con Mónica...?, se insiste.



La casualidad o el destino, como se prefiera, intervienen nuevamente. Es viernes, un día antes del bendito festival y después de intercambiar varios e–mails con información sobre horarios, el programa del mismo y otras formalidades pueriles. Meras excusas para sostener el diálogo cibernético.
Como cada día al final de la jornada, Gustavo espera el colectivo en la parada ubicada a una cuadra del diario. Pero este día se ha hecho tarde; el colectivo tarda un siglo y la noche de noviembre se cierra. Tardísimo, en realidad. No llegará a comprar nada en el almacén del barrio, que cierra a las nueve, a más tardar. Así que pregunta la hora: nueve y diez. Putea por lo bajo: ha perdido media hora de su vida esperando al maldito colectivo.
Para no quedarse sin cenar, decide entonces comprar algo en el supermercado de la otra cuadra. Allí va y adquiere una caja de medallones de pescado supercongelados, tres tomates y dos limones para acompañar. La cerveza lo espera en la heladera. Paga y revisa la cuenta; todo bien. Decide que si en diez minutos no llega el 463, tomará un remís.
Pero en la puerta del supermercado se topa, literalmente, con Paula; en la práctica, se llevan por delante. El primer o segundo o tercer milagro, si se tienen en cuenta el encuentro inicial después de varios años y el azaroso hallazgo de la dirección de correo electrónico, cuestión nada fácil, por cierto, superando las muchas combinaciones y servidores posibles.
–¡Hola! –se saludan.
Ambos están sonrientes y parecen sorprendidos. ¿Felices? Gustavo cree que si. Paula es un enigma, una madeja de cosas que se enredan en las neuronas y en las fibras del alma, si es que ésta existe y tiene fibras o algo parecido, por supuesto.
–Qué hacés por acá –él.
–Vine a comprar unos vinos –ella.
–¡Qué suerte! –exclama él, involuntariamente.
–Si, ¿no?
–De pedo nos encontramos.
–Si... Se me quedó el auto en la plaza, cuando iba a buscar a una amiga.
–Y... ¿tu amiga?
–Ya se fue para casa, en un remís. Estamos en algo así como una fiesta de despedida.
–Qué bueno.
Se miran a los ojos; en profundidad, mejor dicho, pues en ningún momento han dejado de observarse.
–¿Y vos?
–Compraba algo para cenar.
Gustavo exhibe la bolsa de plástico con los comestibles.
–Bien... Hum... ¿Vas para tu casa?
–Si.
–¿Caminando?
–Si.
–¿Me esperás? –pide Paula–. Compro un par de vinos y vamos juntos; yo también voy para ese lado.
–Dale.
Diez minutos luego, caminan juntos, cada uno hacia su hogar y con sus bolsitas de plástico blanco en la mano.
–¿Cuándo te volvés para Miramar? –suspira Gustavo.
–El miércoles, creo –repune Paula–. Pero todavía no estoy segura... Depende de cuándo cobre lo que me deben en la empresa, porque tengo que comprar algunas herramientas que me faltan.
–¿Vas en auto?
–No, en tren... Aunque tengo que llevar unos cuantos bártulos: ropa, cueros, herramientas y todo eso.
–¿Necesitás un ayudante...? Porque yo puedo –bromea él.
Ja ja ja ríen a dúo.
–El festival se hace, ¿no? –ella.
–Seguro. Mañana a las cinco. Vas, supongo.
–Por supuesto. Me interesa lo del cine alternativo.
Gustavo prende un cigarrillo y le convida otro a Paula. Fuman la misma marca: Baltimore, la más barata del mercado. ¿Otra casualidad?
–¿Allá te acomodaste bien?
–Si. La casa es grande y por ahora tengo mucho espacio para mí y para el taller. El problema será a fines de diciembre, cuando empiecen a caer los parientes, los hermanos y hermanas de mi viejo con sus familias, los pibes, todo eso.
–Me imagino... Un quilombo.
–Son muchos... Pero tengo un cuartucho, un departamentito, por calificarlo así, al que me voy a mudar con mis cosas cuando caiga la multitud de parientes indeseables.
–¿Van todas las familias juntas?
–Se turnan. Pero antes de Navidad llega una hermana de mi viejo que mucho no me banco, con un montón de pendejos.
–¿Y tu tía de allá?
–¿Rosa?
–Ajá.
–Es recopada. Rosa vive al lado, bah, como a cien metros, porque el parque de la casa es regroso. Tiene una casa como una cúpula, que alquila en la temporada.
–¿Si?
–Es viuda; el marido era arquitecto, así que hizo un par de cosas buenísimas con su casa. Ella vive sola, y las dos nos consolamos en nuestra soledad –sonríe.
–¿Se puede jubilar, al final?
–Está en eso... Está reloca, ¿sabés?, con todo ese asunto de la religión y los mitos, los ángeles y cosas parecidas. Pero viene de una larga militancia durante los setenta, ¿sabés? La hija de puta me hizo sacarle unas cañas del terreno con el verso de que tenía un montón de libros enterrados ahí desde la dictadura, y me prometió que me los regalaba si los encontraba.
–Entonces, ¿es verdad lo del cañaveral?
–Si. Y me hice mierda las uñas para no encontrar nada.
Ja ja ja.
–Te usó para desmalezarle el terreno –comenta Gustavo.
–Creo que si.
Vuelven a reír. Luego hablan de algunas otras boludeces; mas, cuando llegan a la esquina de Debussy y Albéniz, Paula anuncia hasta acá llego yo.
–Vivo a media cuadra –señala hacia la derecha.
–Bueno... Yo sigo.
–Claro.
–¿Nos vemos mañana, entonces?
–Seguro.
–A las cinco, cinco y media, en El Galpón.
–Cinco y media.
–Te voy a esperar, ¿eh?
–Ahí estaré.
–¿Después vamos a tomar unos vinos? –quiere confirmar él.
–Si... Tintos.
Él asiente.
Vuelven a sonreírse. Se besan en las mejillas. Gustavo aprovecha la ocasión para tocarla, rodeando ligeramente su cintura con el brazo libre. La mujer le gusta. Y la atracción aparenta ser mutua.
Ambos emprenden sus respectivos caminos. Él la sigue con la mirada. Hermosa, inteligente y simpática, se dice. Justo lo que el médico me recetó...



El festival se inica luego de una tarde entera de buscar y acomodar sillas, pegar afiches, repartir volantes, invitar a todo el mundo conocido y por conocer. El Galpón queda enfrente de la plaza, así que Rody y Gustavo han confiado en atraer alguna porción de la multitud que ahí se congrega los fines de semana, para escuchar bandas de rock y adquirir chucherías en la feria de artesanos; sobre todo con ese día espléndido, típicamente primaveral.
Por el lado de Gustavo, en realidad, espera atraer en exclusiva a la porción de humanidad que le interesa particularmente: un solo individuo al que alguna vez bautizaron como Paula. En ella está puesta su atención y cumple como mero trámite obligatorio con el trabajo de poner a punto lo necesario para que el festival pueda llevarse a cabo; inclusive con el hecho de ser el presentador–especie de maestro de ceremonias que comete decenas de errores a raíz de que en su cabeza no hay actores ni actrices ni directores ni escenarios ni iluminación ni argumentos ni tramas ni películas sino, como se ha dicho, una sola intérprete llamada Paula.
Lo ha hecho –trabajar para el festival– por la sencilla razón, además, que fue él quien tuvo la idea un par de meses atrás. Convenció a Rody de auspiciar a aquel grupo de cine que quiere montar el festival, aunque en aquel momento no sabía que ellos, su jefe y él, tendrán que hacer el trabajo pesado porque los cineastas llegan a último momento.
Sin embargo, bajo la circunstancia predicha, no siente ni asomo de arrepentimiento, pues tampoco ha tenido la menor idea de que dos meses más tarde de la misma, de la idea, Paula reaparecerá en su vida cual ángel salvador, cual milagro de los milagros, así parezca exagerado, con el festival como fondo y excusa. Al contrario, agradece fogosamente a los cineastas por haber llegado, tarde, con las películas alternativas bajo el brazo.
Y Paula también llega. Es hermosa, se dice él por enésima vez, cuando la ve ingresar al local, borrando con su llegada y de un plumazo todo vestigio trágico que anida en el cerebro de ese hombre para quien, casi por la naturaleza de las cosas, todo tiende a terminar mal. De hecho, hasta último momento, hasta que la ve venir desde la plaza, ha pensado que Paula no irá, que se arrepentirá de su promesa y preferirá pasar la tarde y la noche con amigas/os, o que habrá tenido un arranque caprichoso y viajado de vuelta a Miramar, ese mismo día, para no retornar jamás...
Así es él: básicamente, un pesimista; un manojo de dramas y desconsuelos sin solución. Y su vida, según cree, una obra de teatro más parecida a Edipo que a Mi bella dama; una tragedia griega con toques de comedia ligera.
No obstante, contra los negros pronósticos que suele pergeñar, Paula ha llegado. Joven, bella, liviana como una pluma. ¿La contracara de Gustavo? Algo parecido.
Se saludan con besos. Sonrientes; como cada vez que se han visto hasta el presente. La alegría que mana de Paula es decididamente contagiosa. Ella es, por decirlo así, una fuente de optimismo y buenos presagios.
–Hola –ella.
–Hola –él.
–¿Cómo estás?
–Ahora –dice él–, bien.
La sonrisa de Paula se amplía. Los ojos de uno en las estrellitas de los ojos de la otra.
–Al fondo ya están pasando las películas –indica Gustavo.
–Allá voy.
–Nos vemos después.
–Si.
Y ella se dirige al fondo de El Galpón flotando sobre el aire, como caminando sobre nubes de algodón. Un ángel, azúcar en copo... Gustavo busca busca busca y busca adjetivos calificativos, metáforas para definir cuán hermosa y dulce y plancentera es, pero se queda corto, sin palabras. Sabemos ya que las metáforas, sobre todo, no son su fuerte.
Luego, cuando ha acabado la primera proyección, Gustavo entra al salón y, ya más tranquilo, hace los anuncios de rigor; comenta lo que han visto unas cincuenta personas y anuncia el programa restante. Agradece la presencia de todos y da paso a la siguiente película de jóvenes realizadores de la región, según dice. En general, piensa, plomos más o menos insoportables que la gente se banca sin chistar; todos cortometrajes, gracias a dios.
Su cabeza está en otra parte, en otro ser; por eso busca con los ojos la carita dulce de Paula entre la negrura del salón.
Y vuelve a su puesto en el hall de ingreso y/o en la puerta de El Galpón, donde invita a transeúntes desprevenidos a pasar y disfrutar del nuevo y joven cine de nuestros realizadores, dice a una pareja a la que no convence. También va a comprar cigarrillos y más tarde regresa a la sala de proyección y encarga más volantes para que un par de chicas repartan en la plaza y retorna a la sala y dice unas palabras alusivas y a cada momento siente más ansiedad para que esa tortura cinematográfica acabe de una vez por todas porque no aguanto maaaaaaaaaaaaaaaaás.
Proyectado el último corto, tres horas luego, asciende a la tarima e, inopinadamente, da por terminada la jornada; vuelve a agradecer a los presentes por haberse llegado hasta el lugar para disfrutar de estos nuevos y prometedores directores, actores y guionistas de la zona, dice, que hicieron un gran esfuerzo para montar este festival. Aplausos, seguidos de un desparramo general y un largo adiós.
En la salida, de noche y fresco, donde espera que Paula asome su humanidad, es encarado por Mario y Daniel, dos de los cabecillas del grupo de cine que ha organizado semejante y tedioso despropósito.
–¿Qué pasó? –le inquieren a dúo, de mal modo.
–Con qué...
–No hicimos el debate –se queja el que parece Mario–, y habíamos quedado en...
–Uy, me olvidé –se ataja Gustavo.
De verdad se ha olvidado. La ansiedad...
–Pero no podés hacer eso –insiste el presunto Daniel.
–Bueno... Me olvidé, ya les dije.
–Estuviste mal –le espeta Mario–. Tendrías que habernos consultado.
Entre que Paula no sale de El Galpón y esos dos gaznápiros le hinchan redondamente las pelotas con el sambenito del debate, comienza a levantar presión. Quiere irse ya.
–Ya les dije que...
–Habíamos decidido terminar con un debate –lo interrumpe Mario, indignado.
–Ya lo sé, pero...
–No podés tomar esas decisiones unilateralmente –es interrumpido nuevamente, por Daniel.
–Estuviste mal –lo regaña Mario.
¿Dónde carajo estás, Paula...? Gustavo observa la puerta del boliche por encima de los hombros de aquellos dos.
–Además –Daniel–, así le impediste al público expresarse sobre lo que vio. Fue muy jodida tu actitud.
–Esto no es cine comercial –Mario–, que la gente ve calladita la boca la película y se vuelve a su casa como si nada hubiera sucedido.
Ambos sacuden sus manos y melenitas rubionas, bien lavadas y peinadas, para expresar una mayor indignación ante el atropello inesperado de Gustavo.
–Imaginate –Daniel– que queramos conocer la opinión de nuestro público... El debate era la instancia ideal.
¡Paulaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
–Hubiera sido interesante –Mario– que interactuáramos con la gente, como verdaderos artistas...
–No tiene nada que ver que vos resuelvas unilateralmente...
–¡Basta, che! –les grita. Y añade suavemente, casi susurrando, para que las últimas personas que salen de El Galpón no alcancen a escucharlo–: Por qué no se van a la concha de sus madres, ¿eh?
Los enviados a lugar tan preciso, Daniel y Mario, se miran, atónitos. Reingresan al local, estupefactos y reputeando a su vez, por lo bajo. Son dos buenos pibes, educados, limpitos, incapaces de hacer una escena en público; cineastas al fin. Típicos hijos de la clase media acomodada, se dice Gustavo; si hasta se deben hacer la paja con guantes de goma para no ensuciarse...
En fin... Echa un vistazo alrededor: ni noticias de Paula. También entra a El Galpón para mirar por allí: nada. Entonces, vuelve a resignarse a esos finales sin principio a los que viene acostumbrado. De modo que recoge sus cosas; dice hasta el lunes a Rody y saluda y agradece a Ricky, el dueño del lugar, por haber prestado las instalaciones. Hasta rechaza la invitación a tomar una cerveza, lo que es mucho decir.
–Si llega a venir... –empieza a decir a Ricky. Pero...– No, nada. Nos vemos.
–Nos vemos.
Hurlingham en particular y el mundo en general son demasiados intrincados para hallar a Wally una noche primaveral de sábado.



A casi una cuadra de El Galpón, ve a Paula cruzando la avenida y a los gritos: ¡Guuuuus! ¡Guuuuuuuuus! Y la paz retorna al alma de ese hombre cabisbajo y meditabundo que comienza a tener al suicidio como opción. ¿Para tanto? Tal vez no, pero algo así pasa por su cabeza con la velocidad de un flash.
–¿Ya terminó? –pregunta ella, en la vereda.
–Si.
–Uy... Fui a casa, a buscar un abrigo –se excusa.
Por cierto, ha refrescado bastante, como suele ocurrir en toda noche de primavera.
–Casi nos desencontramos...
–Casi...
Sonrisas compartidas. Suspiros paralelos.
–¿Adónde vamos?
–No sé... Decidí vos.
Caminan hacia la plaza, alrededor de donde se encuentra la mayoría de los bares y pubs.
–¿La Barra? –aventura él.
–No me gusta.
–¿Yucatán?
–Es de viejos.
–Bueno... Es mi target –bromea él.
–No.
–¿Desireé?
–Es de transas.
Repentinamente, Gustavo se siente un poco desmoralizado. Pero insiste.
–¿Mateo?
–¿Mateo...? No lo conozco.
–Queda en la esquina.
Paula alza los hombros, frunce el entrecejo y asiente con un vamos sin mucha convicción.
Según Mariana, conocedora a fondo de esos menesteres, Mateo también es un lugar de transas. Pero no se lo dirá a Paula. Aunque ella se avispa apenas trasponen la puerta de ingreso al pub.
–¿Te gusta? –él, temeroso.
–Maso –ella, sonriente.
Paula tiene la sonrisa cincelada en los labios.
–¿Nos quedamos?
–Bueno.



Una hora más tarde piden la segunda botella de San Huberto sirah. Me gusta el sirah, le ha comentado Paula antes de pedir la primera. Vamos a probar, entonces, concede Gustavo.
Durante ese lapso hablan de mil cosas trascendentes y otras no tanto. Los dos disfrutan de la charla; Gustavo, como si nunca antes hubiera hablado tanto y tan bien con otro persona. Porque el vino, además, ayuda a que se desinhiban y, en determinado momento, abordan cuestiones personales, íntimas.
–Contame algo tuyo –pide Paula, divertida.
–Como qué.
–No sé... Algo muy tuyo..., que no le hayas contado nadie.
–Hum... No tengo nada de esas características..., tan secretas... Soy un hombre sin muchos secretos.
–¡Dale! Algo habrá de lo que te sientas arrepentido, por ejemplo; algo de lo que te avergüences y no se lo cuentes a nadie más.
–¡Mi vida entera! –bromea.
–Dale... En serio.
–No sé, Paula.
–Algo habrás hecho que resulte tan feo para vos, que preferís no contarlo.
Gustavo medita un rato y niega con la cabeza.
–Yo tengo un secreto –anuncia Paula.
–Si me lo contás –dice él–, dejará de serlo.
–Va a ser un secreto entre vos y yo –repone ella.
–¿Y nadie más?
–Y mi vieja.
–¿Seguro?
–Seguro.
–Y bueno... Te escucho.
Gustavo sorbe de su copa. Paula lo sigue.
–Hasta hace un par de meses –dice ella–, tuve una historia con un gerente de la empresa en la que trabajé.
Además de la labor artesanal, Paula ha trabajado en una gran compañía de seguros o algo así.
–No me parece algo tan grave –observa Gustavo mientras alza los hombros.
–Un tipo mayor.
–Qué tanto mayor.
–Muy mayor –destaca.
Él hace un gesto medio raro.
–¿Muy mayor?
–Ajá.
Gustavo piensa. Cosas de ese tipo lo desubican.
–¿Más de cincuenta?
–Más.
–¿De sesenta?
–Más.
–¡Ay, Dios! –esclama él, involuntariamente. Es un golpe. –Al menos estará físicamente bien, ¿no?
–Hum... –Paula sonríe, pícara–. No.
Otro golpe en el mismo lugar que el anterior. ¿Dónde? Quién sabe. Tal vez en el magullado ventrículo derecho. Esta mina está reloca, piensa.
–¿Y?
–Lo dejé.
–¿Por qué?
–Me estaba..., cómo decirte... –Se lleva el vaso a la boca. –Me estaba presionando demasiado.
–En qué sentido.
–Quería que me fuera a vivir con él y esas cosas.
–¿Y vos?
–Para mí era algo pasajero. Se lo había puesto en claro desde el principio –sostiene–. Pero él quería que yo me hiciera amiga de una de sus hijas, que tiene mi edad. ¿Te imaginás? –suelta una carcajada.
–¿La verdad? Ni siquiera te imagino con él.
–Yo tampoco, ahora.
–¿Por?
–Me está acosando.
–Cómo.
–Me manda mails amenazándome para que vuelva con él. Hasta llamó a casa para contarle a mi vieja, cuando ella no sabía nada.
–Es jodido –comenta Gustavo.
–Hace poco recurrí a un tribunal de ética que tiene la empresa.
–¿Lo denunciaste?
–Si.
–Hiciste bien.
–Mi vieja me apuró.
–Tiene razón.
–Está medio hecha mierda por eso, sobre todo porque se lo oculté.
–Me imagino. Pero...
–Qué.
–¿Por qué empezaste...? –pregunta–. Quiero decir, ¿qué te atrajo de ese viejo achacoso?
–Estaba fascinada.
–...
–Es un tipo muy inteligente, un capo en lo suyo, y...
–Te encandiló, claro.
–Algo así. Y ahora estoy arrepentida y me siento culpable.
–¿Culpable?
–Por todo el quilombo que se armó en casa.
–No es culpa tuya que el tipo te acose.
–Debí haberlo sabido.
–¿Que es un loco?
–Si.
–Eso no se puede saber hasta que conocés bien a la otra persona.
–Supongo que no.
Silencio.
Sorbos. Copas vacías y vuelta a ser llenadas.
A pesar de ese secreto inconfesable o incomprensible, Gustavo está feliz. ¿Paula? También. Borrachos, casi.
–¿Y vos?
–Qué.
–Qué ocultás.
–Poco y nada.
–Contame algo –suplica Paula–, así estamos a mano.
–A ver... Una vez me acosté con una pendeja de catorce.
–¿Cuántos años tenías?
–Treinta y pico.
–Uy.
–Pero te aseguro que no parecía de catorce... De haberlo sabido, no lo hubiera hecho.
–¿Y te sentís culpable?
–¿Entre nosotros...? No –afirma Gustavo.
Justo ahí, entra la pareja de recién casados con padrinos y fotógrafo incluidos. Los flashes molestan bastante. Paula y Gustavo ríen, sin poder creer la fellinesca escena que se desarrolla alrededor.