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jueves, junio 15, 2006

Sobre el amor de los hermanos (cordobeses) y una novela inconclusa

Esta mañana escuché en la radio que dos hermanos, ella de 13 y él de 16, en Córdoba, se vieron tras muchos años de vivir separados y ¡oh, casualidad! terminaron enamorados el uno de la otra. Digo oh casualidad porque justo estoy escribiendo una novela que tiene idéntico argumento. No es la primera vez que abordo esta cuestión: tengo un cuento que se llama "Casualidades" (publicado en la antología "Puros cuentos" de Dunken, 2005) en el cual ese es el leit motiv. ¿La vida imita al arte...? No: me ha tocado conocer un caso de bello y trágico incesto. El arte, con sus límites, intenta explicar la vida...
Vayan los siguientes dos primeros capítulos (sin corregir, así que sabé disculpar los errores que pueda haber en ellos) de la novela de marras como homenaje a esos dos hermanitos cordobeses.

1.
El micro de El Cóndor hace un rodeo para ingresar a la dársena de la terminal. Varios pasajeros deben ser despertados por sus eventuales acompañantes y la pareja de ancianos de los primeros asientos por uno de los choferes; así se lo han pedido. Micaela no, pues los nervios y la ansiedad la mantuvieron en vela durante el viaje de casi seis horas, a pesar de que no hubo paisaje para entretenerse, oculto en la densa negrura de la noche en la ruta. ¿La 2? No tiene idea. Nunca antes ha venido a Mar del Plata; o si, pero más allá de su vida consciente, por decirlo así. Apenas si recuerda un par de días de playa en particular, de muy piba, recogiendo caracoles y conchas, haciendo unos montículos que suponían castillos de arena o siendo sepultada en la ídem por papá y Nahuel, que se cagan de risa mientras ella, inmovilizada, pide por favor sáquenme de aquiiiiiiiiiiiiiiiiiií. Los rayos solares pegándole de lleno en el rostro, impidiéndole abrir los párpados para ver qué ocurre alrededor. ¡Saquenmeeeeeeeeeeeeeeeeeé!, suplica a los gritos y ellos, papá y Nahuel, se matan de risa y le hacen cosquillas en la planta del único pie, el izquierdo, cuyos dedos emergen de la improvisada sepultura o instrumento de tortura con la que ellos se divierten mientras ella sufre como condenada. Es que el sol a plomo le quema las mejillas y la frente y los ojos. Ellos no lo notan porque ella también ríe, pero por las cosquillas.
Desciende del micro con la mochila y se pone en la cola para esperar la valija. Echa un vistazo a los alrededores. Nadie ha venido a esperarla, todavía. Quedaron en encontrarse allí a eso de las 8, donde papá Mario y Nahuel pasarán a recogerla. Igual le dieron la dirección de la casa, por las dudas, le dijo Lito por teléfono, para que no te pierdas. Para lo cual debe un tomar un taxi indicándole dichas señas, precisando que el Peralta Ramos en cuestión es Patricio, porque acá hay varias calles de la familia y se presta a confusiones y desencuentros, le ha indicado su hermano. Así que arrastra la valija hasta fuera de la terminal pero le dicen que por el momento no hay coche, que en cinco o diez minutos tendrá uno, a más tardar, le asegura el tipo parada al lado del cartel que dice taxis. Es que hay tantos turistas que no dan abasto. En plena temporada, entra un micro cada tres minutos a la terminal; sin contar el tren, que trae cientos tres veces al día, ni los vehículos particulares, por cientos cada hora, durante el día y la noche; en menor medida por avión. Millares de familias, viejos, jóvenes, niños, solos/as y acompañados/as, llegan a Mardel como a La Meca. Es la felicidad y el descontrol –no horarios, no obligaciones– que prometen los afiches en el subte y en la calle; aunque luego se maten los infelices por una parcela en la Bristol, por una ubicación en la parrilla, en la pizzería más barata, en el restaurante de moda o en el tenedor libre chino recién inaugurado, por una platea para el teatro o para el cine. No importa; aun así, Mar del Plata fue, es y será el proyecto de once y medio meses al año, la dulce promesa del programa televisivo del mediodía transmitiendo en directo estúpidos juegos desde Playa Grande, el sueño de las noches de verano.
Además, teme cruzárselos y transformar el encuentro en un embrollo. Es temprano, se dice al mirar el reloj que marca las 6.33. No obstante, la mañana brilla a pesar de las sombras proyectadas sobre el barrio por los edificios; el sol promete arder en un par de horas. De modo que vuelve sobre sus pasos e ingresa a uno de los barsuchos de la terminal, atestado de recién llegados. Ve un lugar y lo ocupa. El mozo, que ha trabajado toda la noche recibiendo turistas ansiosos de cafés, tés, gaseosas o cervezas, le pregunta cansadamente qué vas a tomar. Un café con leche y dos medialunas, indica. Es algo que ha meditado durante el viaje: haga frío o calor, mi primera ingesta marplatense será café con leche y medialunas, se dijo mientras hojeaba un libro, Isadora emprende el vuelo, del cual no pudo leyó un par de líneas pero no entendió y retuvo nada por la ansiedad y esas cosas, que la tienen abstraída en los avatares del inminente encuentro. Se pregunta, entonces, al encender el primer cigarrillo del día, Marlboro Light, cómo será, cómo actuarán, qué haré, si lloraré o llorarán, si reiremos, si les caeré bien, sobre todo a Nahuel... Intrigas que tendrán respuesta en algo menos de una hora y media, cuando acabe el maleficio de una década.
La vida los separó imprevista e injustamente. Mamá Clara se fue del hogar patrimonial, abandonando a su ex adorado Mario y llevándose los dos pibes, aunque más tarde no tuvo otro remedio que devolver al rebelde Nahuel con el papá, ya que el pibe idolatraba –idolatra– a su viejo como nada en este mundo. A esa edad y con los pelos de punta, la todavía apetecible Clara, reenamorada de un joven estudiante de la Facultad de Derecho de la UBA, donde ella era ayudante de cátedra –hoy la dirige, al igual que el Instituto Latinoamericano de Estudios Legales y Sociales que cuenta con el patrocinio de la OEA y del Tribunal Internacional de La Haya–, no tuvo forma de negarse al violento capricho del pibe que la castigaba con peleas inauditas, desplantes insólitos y terribles notas en el caro colegio de curas que Mario pagaba religiosamente. Notas que no se reducían a un dos o un tres o varios de éstos en el boletín bimensual, sino también a furibundos comunicados en el cuaderno ídem, donde el cura párraco vigilante de la conducta escolar, decía estar sorprendido por los desatinos y desobediencias del estudiante, a quien calificaba como piel o, peor aun, la personificación de Judas Iscariote, lisa y llanamente. Bendito sea el señor, concluía el anonadado franciscano.
Es decir que la separada Clara, absorta y confundida por tanto descalabro cuando Lito –Lito lo llamaban para no asemejarlo al monstruo del lago Huapí– había sido por una docena de añitos, los primeros, un santo y un pan de dios, ahora resultaba ser la materialización del mal para propios y ajenos. Y el chico, ensoberbecido, respondía a toda reprimenda y/o castigo con un tremebundo ¡me quiero ir con papá!, que la madre se tragaba como la mejor aunque luego, en soledad, primero puteaba por lo bajo y luego lloraba que daba pena la pobre, en encrucijada de quedarse con su amante o con su hijo. Porque ya se lo había dicho, también: ¡y no lo quiero ver a ese pelotudo de Federico en mi casa!, calificativo –pelotudo– tras el cual Nahuel se ligaba un estruendoso y ardiente cachetazo que Clara no podía contener.
Fue Eli, la psicóloga, quien le sugirió por el bien de Lito, por el tuyo y el de tu pareja, dejáselo un tiempo al padre, vas a ver como al rato está de vuelta más bueno que el pan. ¿Te parece?, le preguntó Clara. Me parece, confirmó la licenciada; estoy segura y además no tenés otra salida. Si no te volverá loca como una guanaca, agregó Eli, quien gustaba de usar unas metáforas tiradas de los pelos pero que causaban tremenda gracia entre sus pacientes, Clara entre ellas, ja ja ja. De manera que, como se dijo, la paciente no tuvo más remedio que embalijar los bártulos de su primogénito y mandarlo vía taxi de confianza a Morón, donde papá Mario lo recogió con los brazos abiertos, orgulloso de su hijo y de su paternidad.
A los meses del nombrado acontecimiento crucial en la vida de cuatro personas –la separación o el abandono, correctamente dicho– y a semanas de la mudanza de Nahuel al depto de su padre, allí en Morón, éste, papá Mario, debió mudarse a Mardel por asuntos de trabajo; allí lo destinó el banco para el que trabajaba –trabaja– como sub-gerente de sucursal –hoy gerente–. La separación, pues, fue inevitable. De hecho, Mario aprovechó la oportunidad para poner distancia a una cuestión que le hacía literalmente mierda el alma: la nueva relación de su ex; como se dijo, un jovenzuelo de la facu, rubio y fornido, que a pesar de provocarles profusas mojaduras de bombachita a cuanta compañera adolescente y posadolescente se le pusiera a tiro, optó por la profesora que, por cierto, no estaba nada mal –ni lo está aun cuando ha pasado una década de aquel suceso.
A fuer de ser sincero, hay que decir que ese amor contra natura, como lo calificaba y todavía califica Mario, pinta para ser eterno; cada día parecen más enamorados la docente de 45 y el desocupado de 30, quien abondonó los estudios a un año y un puñado de materias de recibirse de abogado, trabajó un tiempo para el Estudio Méndez, Ibarguren y Asociados y pronto se quedó en banda; tiempo muerto que utiliza para escribir cuentos crueles y alguna novela algo angustiante que vio la luz en forma de autoedición, financiada, como supondrás, señor/a lector/a, con fondos provenientes del magisterio y, en buena parte, de una fundación con la que ella tenía relaciones... diplomáticas, digamos.
Pero a qué dudar que se amaban. Y se aman: si se los puede ver habitualmente haciéndose arrumacos en restaurantes, fondas, plazas, peatonales y hasta alguna disco de San Isidro. Inclusive veraneando en la Costa Azul o en Bahamas, cuando se podía, y ahora en Brasil, Viña del Mar o San Bernardo, si el tiempo es escaso. (Clara ama tanto el mar como, quizá, a su inmaculado Federico; amor que heredó de otro enamorado marino: Mario, su ex. Lo único como la gente que me dejó, dice al respecto). No se privan de nada, como puede verse. Fede, por cierto, es una máquina para divertirse; no se cansa nunca, le comenta a Eli, Clara.
El contrapunto exacto a la vida monástica, casi de claustro que lleva adelante Mario, para quien la mayor diversión en la vida consiste tomarse un café o, eventualmente, una cerveza bien fría en algún parador de la playa, cuando hay poco viento, especialmente en primavera. Porque papá Mario, mientras tanto, asumió la subgerencia y luego la gerencia marplatense sin rehacer jamás su vida sentimental. El tipo subsiste con el espíritu colgado de un hilo de coser, herido, arañando las paredes, poniendo curitas a la –a esta altura del partido– llaga supurante que le ha heredado su desquiciado matrimonio. Te preguntarás: ¿por qué desquiciado...? Cierto es que Clara y él se amaron, sobre todo hasta que nació Micky o, viéndolo con buenos ojos y mejor intención, hasta que la chiquita cumplió sus primeros dos años. Pero luego más tarde se fue al carajo: vivían peleando, insultándose, complicando hasta el paroxismo las cosas simples y, finalmente, trivializando lo importante, lo trascendente: el amor que alguna vez los había unido. ¿Las razones? Los chicos, el dinero, los asuntos cotidianos, algún affaire sexual que Clara creyó vislumbrar inopinadamente entre las vueltas tardías de Mario, cuando en el banco lo volvían loco por las cuentas que no cerraban debido a un hacker empeñado en robarse diariamente centavo a centavo, al cual descubrieron tras un mes de investigaciones pues al principio todos creían, incluso Mario, en tanto subgerente, que tratábase de fallas contables producidas en algún paso de la laberíntica contabilidad bancaria. El hacker en cuestión terminó siendo un insospechable empleado de sistemas pronto a jubilarse, que había iniciado su carrera en la sucursal con la inauguración de la misma como cajero y su raíd delictivo se remontaba a los inicios de la computación; un tipo de cincuenta y pico, con familia, hijos y nietos, a quien nada se le pudo comprobar pero fue amenazado con procesarlo por defraudación, mas terminó con un retiro voluntario bastante ventajoso previa devolución de los centavos que al cabo de los años sumaban varias decenas de miles de pesos, una pequeña fortuna depositada en pequeñas cuentas de distintas entidades bancarias uruguayas.
El desleal empleado devolvió el dinero, pero nada pudo hacer para devolverle la armonía y la felicidad al infortunado subgerente –por entonces– sospechado de traiciones por su esposa.


2.
Finalmente, el amor filial estuvo ausente durante diez años. Década durante la cual Micaela y Nahuel crecieron y se vieron sólo un par de veces y por diez días la primera y una semana la segunda, nada más. Fue el primer año y el segundo de la separación de sus padres. Era justo: ya que la nena pasaba el año lectivo con la madre (Nahuel iba a un establecimiento público marplatense), lo correcto era que pasase sus vacaciones con el padre. Sin embargo, mamá Clara se negó siempre y rotundamente a los tres meses completos de separación argumentando que ella tampoco disfrutaba durante el año lectivo de su propia hija y que, de última, si Lito no pasaba las vacaciones con ella –ni que me maten, se opuso Nahuel– tampoco Micky lo haría con él, con su padre. Y no hubo forma de convencerlos: al chico para que fuese un par de semanas, aunque sea, con su madre –no la quiero ver ni en figuritas, decía–, ni a la madre para que permitiera a la nena sus tres meses veraniegos con el papá y el hermano.
Carta documento va y carta documento viene, abogado que cobra acá y abogado que cobra allá de por medio (¡esos malditos parásitos!, solía rezongar Mario), luego la fuerza mayor pudo más y el primer gran desencuentro insalvable se produjo por otra obligación laboral de mamá Clara: viajó a Estados Unidos por dos y medio años, a Nueva York específicamente, merced a las bondades de la beca Guggenheim, de la que fue merecedora gracias a un estudio de campo realizado tras la dictadura militar sobre la violación sistemática de la legalidad formal –la Justicia, que le dicen– por parte de los milicos. Tras el mencionado estudio de campo, pudo recurrir a las siempre confiables fuentes y archivos del Departamento de Estado norteamericano y diversas dependencias oficiales y bibliotecas yanquis, con lo cual completó un extenso informe que vio la luz en forma de libro y en tres idiomas distintos: inglés, portugués y castellano, obviamente.
El libro, titulado alegóricamente 1976–1983: Desencuentro entre la Justicia y la ley, le dio cierto renombre en el plano académico nacional e internacional; estuvo a punto de ser nombrada como asesora en el Tribunal Internacional de La Haya –otro viaje interesante que el joven, rubio y fornido Federico Raising disfrutó y la niña Micaela Urbano toleró con diversos niveles de fastidio–, lo cual no prosperó, debiéndose conformar con asumir, tras el respectivo concurso, como catedrática titular en la ya mencionada facultad leguleya de la UBA. Empleo que, sumado a artículos que publicaba en publicaciones especializadas, informes pagos que le requerían entidades privadas y organismos estatales, más el estipendio que le proporcionaba el asesoramiento a una fundación fantasma, le dieron cierta holgura económica e independencia social; esto es, lo más ansiado por las damas educadas y por cierto hombres también educados, como Federico Raising.
Mientras tanto, otro hombre, Mario Urbano, asumió esos avatares como pudo: con el corazón destrozado y alejándose más aun de su todavía amada Clara. Ni un llamado telefónico le prodigó ni una atención vía correo electrónico le envió. De hecho, le dio a su secretaria –ya como gerente de sucursal– una lacónica orden: no estoy para esa mujer. De manera que han pasado diez años sin verse un pelo ni oír sus voces mutuas. Y podrán pasar diez años más y el resto de sus vidas, pues Clara tampoco muestra el mínimo interés por entablar cualquier relación con quien es, fue y será padre de dos de sus hijos. Del tercero, Alan –¿¡cómo mierda podés ponerle Alan a un pibe argentino!?, rezonga habitualmente Mario, enterado de la parición–, lo es Federico, que todavía a sus 30 lleva con altivez y renovado orgullo su larga melena rubia, que le llega a la cintura, aunque ello no le impide exhibir su ancha espalda, sus tremendos bíceps ni mucho menos sus redondos y plásticos pectorales. ¿Te dije ya que, aparte de esos atributos, ostenta un par de pupilas verdes que hicieron y hacen llorar a más de una?
Esa pinta, esa postura audaz y burlona, ese andar ganador por la vida y por los oscuros pasillos de la facu fue lo primero que atrajo a Clara, haciéndole mojar las pantaletas como a cualquier hija de vecina –especialmente al imaginar y soñar con lo que habría bajo los ceñidos y rotosos (bien a la moda de entonces) vaqueros–. Ahora bien, para ser justos digamos que tras las primeras conversaciones por asuntos meramente escolásticos, la mina quedó total, absoluta y ciegamente prendada del veinteañero que la subyugó con sus dos armas estratégicas (la belleza física, en tanto transitoria, es táctica: sirve para el ahora, para lo inmediato, pero si te quedás solamente con eso y sos un cabeza hueca, finalmente perdés la batalla, salvo que la mujer que intentes conquistar sea tan paparula como vos), a saber:
• simpatía
• inteligencia
Federico, tal cual se mencionó, era un ganador. Con su simpatía y su buen humor era capaz de arrasar cuanta resistencia podía poner una dama, niña, joven o señora, antes de abrir las piernas a sus apetencias; devastaba con su sonrisa de propaganda de dentífrico y sus observaciones, entre cómicas y cínicas, sobre si mismo y el mundo que lo rodeaba. Capaz de mofarse de sus propios defectos como nadie –que en realidad inventaba, porque nadie creía entonces que pudiera tener alguno–, no dejaba títere con cabeza cuando se refería a la realidad internacional, nacional e incluso de los propios claustros. Al escucharlo, nadie creía que fuera sarcástico y que, en el fondo de su consciencia, resumara odio y desprecio por la humanidad toda; por el contrario, el/la eventual interlocutor/a resumía su parecer sobre él con una simple adjetivación: divertido.
Por otro lado, el aura de filósofo, sociólogo y poeta que lo coronaba –después abandonó la poesía y todo lo demás para abocarse a la prosa–, además de cierta pátina marxiana (como dicen ahora) con la que adornaba sus discursos, le conferían una virtud en cierto modo extraña a todo Adonis, al menos a priori: para colmo, es inteligente, decían entre si las calenturientas y futuras abogadas. Sus comentarios, los de Federico, si bien eran propios, remedaban las sesudas y respetadas conclusiones y pareceres de Hegel, Taine, Marx, Heidegger, Benjamin, Kant, Foucaul, Marcuse, por qué no los griegos y romanos y toda una caterva innúmera de intelectuales clásicos entre los que se destacaba Diógenes. Encima, sabía citar y parafrasear oportunamente a Ernest Hemingway, Antonin Artaud, Jorge Luis Borges, Marcel Proust, Da Vinci, Groucho Marx, Celedonio Fernández, Albert Einstein y el Marqués de Sade, entre otros, con lo cual completaba un corpus discursivo que todo el mundo, sin excepción –inclusive la competencia masculina–, consideraba admirable.
¿De dónde cuernos ha sacado este muchacho tanto conocimiento enciclopédico?, solían preguntarse los envidiosos facultativos. ¿Pero de dónde...?, se repetían indignados al cruzárselo en pasillos y aulas atestadas, donde su altura –mide 1,90– coronada por la lacia y dorada cabellera lo destacaban cual estatua apolínea. La verdad es que Federico había hallado en los libros el único refugio contra el infortunio al que lo condenó el destino. Las horas que no dedicaba al estudio, entre coito y coito, se las pasaba en la importante biblioteca que el suicidado tío Alberto se había armado en la casona de Punta del Este. Hacé como si fueran tuyos, le anunció tía Leticia un día y él, Federico, se lo tomó a pecho: leyó todo lo que había en los estantes, desde los clásicos griegos en italiano –no daba para el latín– hasta el Ulyses en inglés, pasando por todo Leautremaunt en delicado francés y, con esfuerzo y dedicación, varios versos de Li Po y Po Chi I en el idioma original. Al respecto, deben aclararse dos asuntos:
1) El hijoputa de Alberto, descendiente en línea directa de un encumbrado noble ruso (quien, a todo esto, abandonó Rusia con una fortuna en metálico tras la asunción de Kerensky, a mediados del ’17, anticipándose a lo que vendría con Lenin, Trotsky y Cía.; reclamado durante años desde el gobierno soviético por robo al Estado antes de espiantarse, dejó de ser perseguido recién cuando entregó subrepticiamente varios millones, vía bancos suizos, a funcionarios de la KGB y, según le aseguraron, al propio Stalin, dineros que serían destinados, también le aseguraron, a los esfuerzos bélicos de la patria en guerra contra el cochino fascista); Alberto, decía, había recorrido el mundo, adquiriendo un vasta cultura cosmopolita.
2) El colegio privado al que concurría Federico Raising poseía un prestigioso departamento de lenguas vivas (ergo, sin latín ni griego), en el cual aprendió los rudimentos de, como se dijo, inglés, francés e italiano, anque algo de ruso, chino mandarín y japonés, que perfeccionó hasta donde pudo con la lectura diaria y sistemática de los mencionados títulos y/o autores.
De modo que tras el primer par casual de charlas (en verdad, Clara hacía lo imposible para cruzárselo casualmente), ella lo invitó a tomar algo para conversar sobre unos temas y apuntes leguleyos que ya nadie recuerda, y tras los cafés de marras, dos en un bar cercano a la facultad, sobre Marcelo T. de Alvear, ambos fueron directo al hotelito donde consumaron el amor en ciernes. También hay que advertir que el amor no se desarrolló en Clara por las virtudes amatorias de Federico, justamente, sino por las razones ya descriptas. La verdad es que, en la cama, Fede –como le decía y le dice Clara– la dejó, dejaba y deja hacer; nada excepcional. A excepción de los dos redondos y firmes mofletes que constituían su perfecto trasero; mofletes que ella anhelaba tocar y masajear y pellizcar y morder, lo cual logró finalmente, además de escarbar con dedos y lengua en el agujero dulzón –según dice– que tenía y tiene en medio. Mucho menos se destacaba por el tamaño de su aparato sexual, algo corriente y sin pretensiones. Pero con todo lo demás, contó Clara a Eli, su mejor amiga y psicóloga, a quién le importan esos pequeños detalles, je je je rieron juntas cuando le hizo dicha confesión en la sesión del martes posterior a la consustanciación del prontuario, ja ja ja rieron otra vez, a carcajadas.
Progresivamente, en los sucesivos encuentros que derivaron en la separación y posterior concubinato, Clara fue enterándose poco a poco de la triste y acongojante vida del pobre Federico, llevando sus niveles de ternura, los de ella, hasta las nubes. Y, como todo el mundo sabe, la ternura en grandes cantidades es una de los sentimientos primarios que preceden al amor más intenso y espectacular.
El hecho es que Federico Raising quedó huérfano a los nueve años: un avión de British Caledonian con pésimo mantenimiento, decidió explotar sobre el Índico y finiquitar la prometedora de madre y padre Raising, que iban a las Fiji a pasar su segunda luna de miel, solos, luego de los primeros diez años de convivencia y familia feliz. Médicos pediatras ambos. Bellos y jóvenes. Como hijo único, lo dejaron al cuidado de la abuela materna Esther, quien falleció de tristeza a los tres meses: en las facciones angelicales del nieto veía cotidianamente el rostro de su también única y amada hija, fallecida en medio de un fuego catastrófico, infernal y sin sentido. Noche tras noche, soñaba con ese rostro –el de su hija o el de su nieto, no lo distinguía bien– achicharrándose sobre el océano. La pobre vieja no lo soportó más de tres meses, y al final se la llevó un ataque cardíaco en medio de una de aquellas tantas horas de pesadilla.
Así, el chico terminó bajo el tutelaje de unos tíos lejanos –católicos practicantes y militantes– que no obstante eran los familiares y herederos más cercanos, en un caserón de Punta del Este que fue demolido a cañonazos, años más tarde, cuando su moradora fue internada en el loquero; en cuyo solar se yergue hoy un hotel de lo más cool. Entonces, el tío Alberto, que jamás había visto un ángel, creyó que Fede lo era y lo violó al cumplir los doce, para descerrajarse un tiro en la boca tras concretar el macabro acto. La tía Leticia, hundida en la soledad y en la belleza deslumbrante del preadolescente, abusó de él seis meses más tarde y continuó haciéndolo sistemáticamente hasta que Fede cumplió los 16 y le pidió dinero para adquirir su primer 4x4, a lo cual la tía accedió felizmente esperanzada de que, con el suministro constante de dinero y bienes, el ahora adolescente no la dejaría jamás ni por todas las putillas del Uruguay. Sin embargo, el amante–sobrino lejano dijo ahora vengo con mi jeep –también había dicho que podía ser un jeep en lugar de una camioneta– y damos un paseo por los médanos, ¿eh?; pero usó el dinero para adquirir un pasaje en Buquebús, directo a Buenos Aires; instalarse en un hotel de pasajeros bastante decente en Palermo; sobrevivir el tiempo justo hasta que consiguió su primer trabajo como cadete en una importante compañía de seguros, haciéndose amante eventual de la secretaria de presidente, gracias a lo cual ascendió varios escaños; rendir libre equivalencias y materias que le restaban para concluir la secundaria; cobrar su herencia familiar, una pequeña fortuna, a los 18, lo que le permitió renunciar a la aseguradora y a la secretaria; anotarse en la Facultad de Derecho (UBA) y conocer a la profesora Clara Martínez de Urbano, con quien selló su destino.
A todo esto, la pobre tía Leticia, abandonada en segundas nupcias con apenas medio siglo de vida bien vivida, hizo la denuncia policial, puso avisos en el diario y en la radio, hasta llegar a la tele con su pedido de paradero; mas no hubo caso. Terminó loca de remate, aferrada a una estatua del ángel de la guarda en la catedral de Montevideo, y ya no pudo salir del ensimismamiento que la tenía en cielo cristiano junto a su querido Alberto, con quien admiraba, extasiados ellos, los falos viboreantes de impúdicos querubines. Eso le dijo al psiquiatra durante casi un año, hasta que éste ordenó internarla en un instituto. Los albaceas decidieron liquidar los bienes para afrontar tan costoso tratamiento; vendieron acciones, propiedades en Luján (Argentina), en Canelones (Uruguay), en Florianópolis (Brasil) y en Miami (EEUU), y el caserón en Punta que acabó demolido y allí está, ahora, el gran hotel premiun donde se alojan las estrellas.