El sitio desde el que diré lo que tenga ganas, sobre lo que tengas ganas y cuando tenga ganas: literatura, política, artes, la vida y el mundo...

martes, julio 04, 2006

Esclavos del ocio

Acabo de leer de punta a punta el texto cuyo enlace coloqué en la entrada anterior, y está realmente bueno. De manera que acá va completo para que no te tengas que tomar el trabajo de buscarlo. De nada.

ESCLAVOS DEL OCIO

Una playa con palmeras, bikinis, cuerpos bronceados y aguas cálidas: uno estira el brazo y le alcanzan otra caipirinha. Es una de las escenas fantásticas del ocio, imágenes de holganza que se vuelven cada vez más lejanas. En un mundo de despidos, paro forzoso y depresión, cuando la tele abierta finaliza su programación del día, algún insomne desempleado, de espaldas sobre la cama, se quedará mirando el cielorraso y las paredes que desde hace años piden pintura a gritos. La foto de una mujer y unos pibes, un cartón de vino, la pava y el mate completarán el cuadro dentro de la piecita de arriba en la casa de los viejos.
¿Cómo repensar al ocio cuando el trabajo se acaba, se devalúa o se deteriora hasta llegar a un coma irreversible? Por aquí tenemos dos millones de desocupados y otros tantos subocupados; mientras en Japón, un sólo robot puede sacar el trabajo de cuatro operarios en las fábricas de autos, y sesenta y cuatro máquinas inteligentes, controladas por apenas dos personas, sustituyen a 150 obreros en la industria electrónica. En Estados Unidos se prevé que para el 2005 poco más de 90 mil almas cubrirán las necesidades de la industria de artículos para el hogar, contra las 200 que lo hacían a mediados de 1970.
De una punta a la otra, sea por efecto de las tecnologías de punta o por una posición desventajosa dentro del mercado global, millones de personas son arrojadas a un confinamiento solitario que algún sádico sigue denominando "tiempo libre".

De los paganos a los protestantes

Cuando el trabajo abundaba, a cargo de humanos o animales esclavos, el ocio era un privilegio. Claro que para los antiguos griegos y romanos el concepto incluía la contemplación, el paseo y el ejercicio del pensamiento.
En el siglo II, Plinio El Joven hermanaba al estudio y la pereza. Se trataba de una condición que acercaba la elite al modelo de vida de los inmortales: éstos no tenían más que alimentarse de los frutos que la semidiosa Fortuna ponía en sus manos y podían dejar la mente libre para contemplar la obra del mundo. Los negocios -"nec otium"- eran la negación misma de ese ideal. Y el trabajo, en cuya etimología se encuentra el "tripalium", un instrumento de tortura, era directamente una deshonra: "ars mechanica, ars inferior".
Esta idea subsistió, en una u otra forma, hasta fines de la Edad Media.
Recién en 1783, Carlos III de España declaró por cédula real que no era degradante trabajar, legitimando así a muchos caballeros necesitados que se dedicaban a oficios "bajos y viles" como las artesanías o la venta de especias.
La expansión del capitalismo precisó una mentalidad que revalorizara el trabajo. La ética protestante logró trasmutar la condena bíblica -"Ganarás el pan con el sudor de tu frente"- en bendición. En la nueva moral, el ocio fue un contravalor. Para la burguesía protestante no hubo mayor pecado que perder el tiempo. También en el siglo XVIII, Benjamín Franklin advertía, en sus Consejos a un joven comerciante, que "el tiempo es oro; siempre debes mantenerte ocupado en algo útil y suprimir todas las acciones innecesarias".
Pronto los valores de una emergente cultura del trabajo se extendieron a los más explotados, pese a la resistencia salvaje de los obreros ingleses que rompían máquinas, o de la ironía popular castellana: "Si el trabajo es salud, que trabajen los enfermos".

El derecho a la pereza

Los primeros militantes gremiales, anarquistas o socialistas, observaron que el trabajo estaba sobrevaluado en la ideología dominante, como coartada útil para que los menos conservasen el privilegio de ser mantenidos por los más. Y en medio de la lucha por la reducción de la jornada laboral a ocho horas reivindicaron el "ocio creador".
El yerno de Marx fue más lejos. En 1881, en su folleto "El derecho a la pereza", Paul Laffargue rescató al poeta griego Antiparos con sus cantos al molino de agua, cuya invención -se creía- emanciparía a las esclavas. Y, como primer diputado socialista en el parlamento francés, llamó a "forjar una ley de bronce" que prohibiera a cada persona trabajar más de tres horas por día.
Pero ni el molino liberó a la esclava ni la máquina inteligente emancipó al proletario. Las nuevas tecnologías produjeron masivos desplazamientos hacia los márgenes, un mayor número de delincuentes y cuantiosas víctimas de la represión estatal. El crecimiento en productividad habría permitido que todos cubriesen sus necesidades básicas con sólo cuatro horas diarias de trabajo, según calculó Bertrand Russell poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero para eso había que repartir el producto y eliminar plusvalías, algo que nadie -y menos el stalinismo, imbuido como estaba de la misma ética de trabajo de la acumulación capitalista- intentó realizar.

El fin del empleo

En la última década del siglo XX, entre las tecnologías de punta y los planes de ajuste flexibilizador, se terminó por triturar las promesas del robot que liberaría a la humanidad de la penuria. Entre aquellos que analizaron el fenómeno del "fin del trabajo", Jeremy Rifkin, asesor de Clinton, supo dibujar escenarios sombríos para el nuevo siglo. Por un lado, subclases permanentes de desocupados y subocupados, sin otra alternativa que la economía irregular, el delito menor y el mayor. Por el otro, trabajadores sobreocupados y sobreexigidos en medio de una creciente precarización del empleo. Esto incluye a los contratos temporales y la contratación "just in time", con su demanda de disponibilidad a las órdenes del contratista o de la mano negra -e invisible- del mercado. Todos seremos changarines: uno ya no sabrá cuánto tiempo libre le queda ni podrá planificar cómo usarlo, ya que en cualquier momento se lo puede convocar para una tarea cuya duración y condiciones las impondrá el patrón temporario: "Esto lo necesito para ayer".
¿Qué lugar le cabe al "dolce far niente" en medio de esta economía de escasez? Sólo el de ser desfigurado hasta lo irreconocible. La industria del entretenimiento aportó su bisturí para ese cambio de género. Todo sistema social concede a sus sujetos algunos períodos de fiesta o esparcimiento. Pero en el capitalismo hubo un invento que permitió colonizar por completo al tiempo libre, potenciando al máximo el control totalitario de las horas sin trabajo: la tele.
Según analizó Javier Echeverría en su célebre Telépolis, ese aparatito realizó una inaudita conversión del tiempo de ocio en tiempo de trabajo, eliminando por primera vez en la historia una diferencia que sobrevivía desde la antigüedad. Y lo realizó mediante la creación de una mercancía que como ninguna otra supo expandir las fronteras del mercado: el telesegundo.
La materia prima de esta mercancía -cuyo valor depende del número de espectadores cautivos de la programación que la vende- se extrae del subsuelo del tiempo de los televidentes. Más allá de si se compran o no los productos representados por las teleimágenes, el mero hecho de contemplarlas crea mercado y mercancía. Y nadie te paga por eso.
El nuevo sistema se basó en la incorporación a distancia de imágenes mercantiles a la intimidad, los deseos y las necesidades. Todas las tecnologías fueron puestas, tarde o temprano, al servicio del mismo objetivo; por otras pantallas comenzarían a difundirse las ofertas de quienes invierten en Internet. En un mundo que deshace trabajos y genera desocupados y excluidos crónicos, esa construcción de deseos y necesidades ha tenido el mérito de reproducir, además de mercado, una eterna insatisfacción.

Dónde va el ocio cuando no encuentra trabajo

En las economías más fuertes hoy se discuten algunas opciones para recuperar mano de obra cesante y ofrecer oportunidades a los ociosos forzados; pero hay pocas ideas en cuanto a cómo recrear el tiempo libre y mucho menos cómo canjearlo por ingresos. Se habla de una semana laboral más corta, de un salario social y de un ingreso anual garantizado para voluntarios en programas de asistencia. Los gestos de solidaridad, la ayuda mutua, la defensa activa de los derechos de las minorías u otras actividades no regidas por las leyes del mercado serían usos "útiles" del ocio.
Según las propuestas de Rifkin, una de las más importantes fuentes de financiación de la llamada tercera fuerza provendría de impuestos a esas mismas industrias de tecnologías de punta que generan pérdidas de puestos de trabajo. Pero habría que ver cómo se decide, a quiénes y cuánto pagar por las ganas de dar y darse a otros, que puede abarcar desde acompañar a enfermos terminales en sus últimos días hasta proveer una casa de familia para algún chico abandonado, pasando por el esfuerzo de concertar una acción ciudadana protagonizada por los ecologistas, a fines de 1999, en Seattle, Estados Unidos.
Lejos ya del "dulce otium" de los clásicos, el tiempo sin trabajo de hoy se parece a una condena a la ociosidad de un presidio. Aquel ideal era consecuencia de la libertad -si ésta es la condición en la cual un ser humano puede autorrealizarse- y no el resultado de un tiempo muerto o al que se lo quiere matar por cualquier medio. En aquel modelo hay un sujeto libre y creativo, pero en este vegeta el consumidor-esclavo de un espectáculo de fantasmas.
Por más esfuerzo que uno haga, es difícil imaginar que la moderna gestión del ocio pueda revertir esa degradación, y menos aún dar satisfacción a las expectativas creadas por la abrumadora oferta publicitaria.
La frustración del desocupado crónico aumenta si sobreviven ciertos credos de la obsoleta cultura del trabajo; por ejemplo, la mayoría de la gente sigue derivando su sentido de identidad de su oficio/profesión y del consumo que esa ubicación le permite, en una época en la cual las ubicaciones cambian o desaparecen de un día para el otro.
Si es cierto que el desempleo es estructural, habría que hacer un cambio de civilización para devolver al tiempo libre su libertad. Quizá una reorientación de valores y necesidades, una búsqueda de nuevos equilibrios entre trabajo y juego, o entre acción e inacción, es el verdadero ajuste que exigen las horas de ocio que se nos vienen encima.
O tal vez no haya ocio que resista la erosión del trabajo, su contracara ineludible. Y entonces la playa, las palmeras, las bikinis, las aguas cálidas, los cuerpos bronceados y las caipirinhas serán siempre ajenas. Mientras tanto, por aquí quedan la pava, el mate, el cartón de vino y las paredes sin pintar. Y encima, afuera empieza a llover.
Osvaldo Baigorria