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lunes, febrero 19, 2007

Un fantasma llamado María

Para María,
que lo inspiró sin haberse ido.
Para Dolina,
por la trama para tal anomalía.

En la época del ocaso de los dioses, conviene advertir no obstante que todo lugar, ciudad, poblado, comarca o caserío tiene su mitología y Hurlingham no es la excepción como supongo no lo es ningún sitio de esta región inexplorada que los geógrafos profesionales han denominado Conurbano, suburbios urbanos y no tanto de esa metrópolis sin alma llamada Buenos Aires. Puede que Dolina no coincida con esta afirmación, a saber: Buenos Aires no tiene alma, y argumentará a su favor que Flores, que Villa del Parque, etc., blandiendo los gruesos volúmenes de sus Crónicas del Ángel Gris y demás.
Por ahí tiene razón; pero convengamos que difícilmente pueda haber mitología –más allá de compadritos, esquinas rosadas, tangos prostibularios, etc.– donde el sol, la luna y el horizonte suelen ocultarse tras enormes edificios grises. Los ciudadanos de esa urbe suelen obnubilarse con las veredas, sus famosas baldosas sueltas (infames cuando llueve o ha llovido), el macadán o los adoquines, según corresponda, y el cielo siempre oscuro pues el camino de estrellas que anuncia la Vía Láctea les está vedado debido al eterno artificio de sus candilejas, llámense oficialmente iluminación pública o vulgarmente luces de mercurio.
Se sabe además que esas presuntas mitologías porteñas vienen de lejos y de ellas no queda sino historia, como bien lo apunta el propio Dolina al advertirnos sobre la desintegración lisa y llana de grupos y/o asociaciones de vecinos sensibles y refutadotes de leyendas, entre otros. Incluso, profundamente alarmado, se ve en la obligación moral de brindarnos los reglamentos escritos de juegos para él desaparecidos de la faz porteña: bolitas y escondidas, por ejemplo.
En este mismo sentido, cabe consignar que las fábulas de marras no provienen del centro sino de los barrios periféricos (Flores, para el caso), que en alguna época ya lejana eran más Conurbano que Capital, más barro que asfalto. Hoy, cuando millones han poblado dichos arrabales con su pobreza y simultáneamente sus hábitos de consumo compulsivo, nada queda de periférico en esos sitios que todo el mundo llama también Centro: Voy al Centro, suele comentar cualquier moronense o matancero aunque se dirija a La Paternal o a La Boca, incluso a Floresta. Los hijos de esos fatuos inmigrantes han olvidado por eso las costumbres de sus padres y abuelos y nada hay que los estimule al juego comunitario y al aire libre, caldo de cultivo en el que suelen cocinarse y luego condensarse los mitos y leyendas, camperas por naturaleza. Entre los pibes, ahora reinan la compu y los juegos en red.
Por el contrario, en este Conurbano en general y en esta Hurlingham en particular dichas mitologías vienen de lejos pero se van recreando y creando durante ayer, hoy y mañana; quiero decir: aún se juega cotidianamente a la bolita, a la figurita (chupi, punto y rébol, espejito), a las escondidas, al fútbol y a la paleta en veredas y calles recientemente asfaltadas. También se ven acá y allá potreros sobrevivientes donde chicos y grandes despuntan el vicio futbolero, mientras los también apasionados porteños –por qué negarlo– se condenan al cemento techado o al césped sintético, en el mejor de los casos.
En la Capital falta espacio vital, sobre todo horizonte.
Es difícil distinguir si los mitos porteños, por otro lado, son verdaderos en tanto tales o más bien cuentos inventados a falta natural de ellos, mitos, por personajes como el ya nombrado Dolina, Borges y Piazzolla, entre muchos otros y en estricto orden aleatorio. Se me hace que estos talentosos individuos son a Buenos Aires lo que Bécquer a Madrid o donde quiera de tierra española que transcurran sus afamadas leyendas. Es decir: puro artificio, como el psicoanálisis.
En Hurlingham en particular y en el Conurbano en general, al contrario, los mitos son tan reales como el aire que respiramos o los yuyos de las zanjas (los porteños ya no conocen ni a unos ni a otras). Nadie dudó, duda ni dudará jamás sobre la existencia casi corpórea de María y su fantasma o del Fantasma de María, para mejor decir. María, como la llaman amigablemente los parroquianos, existió, existe y existirá por siempre. El rastro de perfume alimonado que deja tras su cansino y vaporoso andar por las principales arterias hurlinguenses, sobre todo en las noches de Luna llena, es prueba inopinable de ello.
Aunque sin haber nacido en Hurlingham (son o mejor dicho eran rarísimos estos casos; hoy la cosa ha cambiado algo), María fue la primera hippie hurlinguense y una de las primeras en la región, sino en el país. A finales de los cincuentas, cuando ella promediaba la escuela primaria, su familia se mudó de Loma Hermosa a Barrio Luna, en el suburbio del suburbio. Y hacia mediados de los sesentas, ya adolescente, escandalizaba a propios y ajenos con sus extravagantes vestidos hindúes, sus raras para la época costumbres alimenticias (se proclamaba vegetariana, cuestión que provocaba continuas reyertas familiares) y su para entonces increíble preferencia política: el pacifismo o la no-violencia, como se prefiera, cuando al fuego de la revolución cubana se cocinaba el Cordobazo, el Mayo Francés y los grupos armados para el suicidio. Digamos que, en términos generales, replicaba femenina y localmente al Ma-hatma Gandhi.
Otro defecto mariano, no menor, se refiere a su gusto literario: era devota de Cortázar y consideraba a su corpus literario, el cortaziano, como el más grande logro artístico que hubiese producido la civilización humana. La Capilla Sixtina, la Novena Sinfonía, el Partenón, la Fuente de las Nereidas y la Bombonera, entre otros monumentos y obras que prueban la capacidad del hombre para adornar lo que la Madre Naturaleza ha hecho, eran para ella meros rompecabezas infantiles si se los comparaba con 62 Modelo para armar. Incluso sabía afirmar para sorpresa general –y a posteriori más aún para un tal Gustavo– que Rayuela le había cambiado la vida, nadie sabe si para bien o para mal pero cambiado al fin.
Otra de sus escasas –para ser justos– debilidades: tenía fe ciega en el psicoanálisis. De hecho, concurría semanalmente a una psicoanalista freudiana y a un psiquiatra conductista, en días y horarios distintos, por supuesto.
El caso es que María, bastante más tarde pero sin haber abandonado los hábitos hippistas (al menos los referidos a cuestiones estéticas, pues apenas entró en la adultez comenzó a consumir milanesas a la napolitana e incluso churrascos) se enamoró de un autodenominado escritor nacido y criado en Hurlingham, a quien conoció casualmente en el chat de Hotmail; mera fortuna o ¿execrable fatalidad...? En realidad se trataba de un escriba de poca monta que se ganaba la vida redactando articulitos banales para un periódico local, tan intrascendente como el tipo de marras; Gustavo era o es su nombre (nada sabemos hoy de su actual situación y/o paradero).
Pero a los dos infortunios precedentes, a saber: 1) enamorarse y 2) de Gustavo, María sumó un tercero que cambió su vida para siempre –bastante más que Rayuela– y que caro habría de pagar. Fanática de la literatura más allá de Cortázar y Huxley (por Las puertas de la percepción, específicamente), pidió a su amante que escribiese para ella una novela, un cuento, un poema, un relato, una cuarteta cuento menos, con el fin de demostrarle el amor y la pasión por ella sentidos. Ninguna dama coqueta, por muy hippie que sea, puede escapar a la tentación de ser musa.
A pesar de los ruegos, las súplicas, los llantos contenidos y todo eso, Gustavo se emperró en su negativa argumentando sabiamente lo que todo el mundo sabe (incluso Dolina): más allá de hacerlo habitualmente y de modo bastante deshonroso para levantarnos minas, los hombres escribimos nuestros mejores poemas, canciones y cuentos cuando hemos sufrido el llamado desengaño amoroso; nuestras musas se identifican con las señoritas y señoras que han tomado el sabio camino de dejarnos en pampa y la vía a cambio del primer caballero que les ofrece un buen presente y mejor futuro que el aventurado por nos, pobres irredimibles y penitentes. ¡Así es la vida del varón, por muy poeta que fuere! Pruebas al canto: él exhibió las obras dedicadas e inspiradas, según dijo, a las mujeres que había amado y que, por razones de diversa índole que no vienen al caso, lo habían abandonado y olvidado en forma poco menos que inconsulta.
Cuando se trata de alcanzar el fin deseado y en especial si se trata de obtener algo de su hombre, sea ello una novela, una joya, un ramo de flores o un chocolatín, las mujeres suelen comportarse como perros de presa: sacan a relucir su vasto arsenal de armas químicas y bacteriológicas para conquistar sus objetivos territoriales y/o sentimentales. María, hippie y todo, era ante todo una mujer. Y bien, no cejó en su cometido hasta que lo hubo satisfecho. Pero al no obtenerlo por los medios convencionales, ya que Gustavo se mantuvo en sus trece, para ello hizo el más grande de los sacrificios que por entonces creyó posible.
A pesar de amarlo infinitamente, de desearlo y anhelarlo como sólo puede hacerlo una señorita perdidamente enamorada, de hacer por él las más pequeños pero humillantes tareas con el fin de satisfacer caprichos y necesidades cotidianas (por ejemplo, lavar sus los platos, los de él, cuando odiaba lavar platos), de serle tan necesario como el agua y el aire, como la cerveza y el tabaco, de condenarse a la fidelidad más abyecta con el fin de no darle disgustos, a pesar de todo hizo por él el más grande acto de desprendimiento y constricción que persona en esa condición puede hacer: lo abandonó. Sin mayores explicaciones ni plantear esta boca es mía, dejó al escritorzuelo llorando su pérdida, o sea ella, sin consuelo ni calma, hasta que escribir su nueva obra maestra exorcizara el nuevo desamor al que María lo había condenado, como tantas otras ingratas. De ahí que su obra fuera tan vasta como desconocida.
Para ir resumiendo: fue casualidad planeada por ella que a los pocos meses se cruzaran en Paganini y Gibraltar, frente al domicilio del mencionado individuo, y fue causalidad que él comentase in situ la existencia de una novela intitulada María que, según aseguró, nada debía a José Mármol ni a otro picapedrero de similar estirpe melodramática y/o decimonónica. Con el nada velado propósito de reconquistar el amor de tan bella mujer, la más bella que hombre alguno haya contemplado en vida, Gustavo le ofreció el original que ¡oh suerte de los bienaventurados! llevaba encima: casi quinientas páginas que ese mismo día había hecho anillar para mayor comodidad del eventual lector. María, con la satisfacción del deber cumplido, congraciada nuevamente con la vida y bien dispuesta a retornar a los brazos del ser aún amado, aceptó sin más el convite, tomó el bloc anillado de hojas A4 y prometió volver a ese mismo sitio una semana más tarde, cuando –según tenía calculado– hubiera terminado de leer y releer la materialización de sus deseos y el propósito de sus pesares.
La historia, empero, sigue siendo más fuerte que los deseos más intensos de los hombres y aún de las mujeres, sean éstas emperatrices, princesas, almaceneras o ilusionadas hippies cortazianas.
Fue tal su desencanto con la obra en cuestión, tal su desilusión con los prolegómenos del mamotreto cuyo autor denominó pomposamente novela, tal su desconsuelo ante el fallido argumento del engendro, tal su rabia ante la desmesura del esfuerzo realizado para recibir a cambio la poca cosa literaria redactada por el autor de marras –a cuya trama no vale la pena referirse–, que resolvió vengarse. Dos días y sus respectivas noches le llevó tramar la medida extrema: enamorar hasta la perdición a escritores novatos y/o sin talento con el único fin de abandonarlos luego en un afiebrado letargo al que sigue la compulsión por escribir o cantar sus males amorosos por medio de poemas, textos o canciones irremediablemente mediocres. Tal su meditada revancha. Pero ¿cómo llevarla a cabo sin perecer en el intento?, se preguntó apesadumbrada.
Como en Flores y donde quiera que reinen las mujeres despechadas –dicen que en el mundo entero–, en Hurlingham también hay brujas y fue en la segunda noche del segundo día que ante ella, mientras daba las últimas puntadas al maléfico plan en el comedor de su casa de Coraceros y Poeta Risso, entre mate y mate, se materializó la Bruja del Oeste, señora un poco melancólica y triste y un tanto feúcha que suele consolar a señoritas presuntamente inconsolables cuya única alternativa parece ser, a priori, el desgracia-miento. Ni corta ni perezosa y a sabiendas del asunto en cuestión, ésta le propuso el siguiente trato: brindarle belleza incontestable, lo que María despreció soberanamente (las bellas suelen despreciar las bondades físicas cual virtud de la que cualquiera puede prescindir ya que lo importante es lo de adentro, dicen las muy guachas); ser tan atractiva como el agua para un beduino o el aire para los asmáticos en medio de una crisis, y la eternidad. Pero hete aquí que esta última concesión era imposible de ser satisfecha sino por un pequeño detalle: que María vagaría por siempre por las calles hurlinguenses con forma de vaporoso fantasma, materializándose única y exclusivamente al momento de transar miradas, veladas o no tan veladas insinuaciones y algún que otro piropo con sus potenciales víctimas.
A cambio de tales despropósitos, la Bruja del Oeste prodigaría su castigo –como si ser fantasma por la eternidad no lo fuera–, por el sólo hecho de castigar; las brujas son tan malvadas que prodigan tormentos por puro placer. A saber: María debería utilizar esa eternidad para enamorar incautos, leer obras pretendidamente literarias mas absurdamente horribles e incultas y, finalmente –he aquí el fruto del trueque–, cantar en voz más o menos alta, cuestión que en el Oeste nadie olvidase letra y melodía, Lo que me costó el amor de Laura, incluso tarareando las partes sin letra.
Todo lo cual amerita una somera explicación. Como la juventud embellece per se, hay quien dice que el arrepentimiento afea ipso facto. Por cierto, nadie dudará que una mujer arrepentida de habernos abandonado es de por si más fea o siquiera menos bella que aquella que nos ha dejado irremediablemente. Quiero decir: no hay dama más hermosa que la que nos deja ni más espantosa que la que vuelve, a quien prontamente dejaremos nosotros por la primera chiruza que se nos cruce. Pues bien, la versión oficiosa indica que esta Bruja del Oeste era y es ni más ni menos que la propia Laura arrepentida, profundamente contrariada por haber dejado al pobre Dolina y descubrir seguidamente que nadie le daba la más mínima bolilla. Y que el tipo, para colmo, cuando ella retornó al hogar con el rabo entre las piernas –como quien dice–, le echó flit. ¿Volver? ¿Tan luego? ¿Después de tanto sufrimiento y tanta inspiración artística, tanto dolor transformado en valsecitos tangueros? ¡Ni a palos!, habría contestado nuestro querido Dolina a la revisitación laurística. Dicen, no obstante, que el hombre fue mucho más educado y responsable al responder la invitación de compartir de nuevo catre y macarrones: los asuntos pasan una vez como tragedia, de la cual pueden surgir más bien operetas, y al repetirse como farsas, citó el Negro sin pagar derechos de autor, según aseguran viejos vecinos de Caseros –alguno que otro lindero–, quienes aventuran conocerlo como a las palmas de sus manos.
Hay también quien dice que la Bruja no es otro que el mismísimo demonio, Satanás encarnado, Lucifer con polleras. Los defensores de La teoría Laura (así se titula un folletín anónimo que circula por Bustamante en casi toda su extensión, desde Vergara hasta Villegas) llaman a esto especulaciones banales. No obstante, ni unos ni otros pueden aportar pruebas al canto, más allá de la exigencia de cantar, precisamente, Lo que me costó el amor de Laura, lo que abona la primera teoría, desarrollada ampliamente en el mencionado y memografiado folletín.
Lo redondamente cierto es que la Bruja del Oeste, Laura, Lucifer o como quiera que sea su nombre, ofreció a María la oportunidad de la venganza y ella no dudó en aceptar la transacción pues se conocía de memoria desde los compases de la Obertura hasta los versitos finales de El enamorado y la muerte. De modo que desde entonces vive (¿¡vive…!?) ejecutando su cruel desquite; más cruel que Libertad Lamarque cacareando Besos brujos, apunta de vez en vez un sensible hurlinguense –cuya identidad conviene mantener en reserva, por obvias razones de seguridad– que suele verla a la tardecita en la esquina de Roca y Jauretche, haciendo sus terribles conquistas entre quienes descienden del Urquiza. Trátase del mismo y desaprensivo individuo que sentencia: las minas no debieran cantar tangos, ni Lamarque ni Azucena Maizani ni Tita Merello ni Eladia Blázquez ni Adriana Varela ni Patricia Barone…, porque el tango es cosa de hombres, explica con calculado cinismo.
Se sabe además que la venganza es el placer de los dioses; pero María no era ni es uno de ellos, ni siquiera una deidad menor, sino apenas una figura fantasmagórica que vaga día y noche por las calles de Hurlingham con su belleza intacta, superlativa, por cierto. Y si bien no ceja ni cejará en su propósito, refiere el mito que no siente ningún placer con semejante fin. Más bien todo lo contrario: el abandono permanente y su eterno desencanto con las obras por sus enamorados de nulo talento y en muchos casos de nulas capacidades gramaticales u ortográficas, le prodigan, hacen que el dolor sufrido una primera vez –antes de ser fantasma– se replique hasta el paroxismo. Pero no lo puede evitar: el hecho de encandilar badulaques, por muy escritores que se consideren, se le ha transformado en una pulsión fatal. La venganza es su laberinto. Ni siquiera en los valses dolinescos, hoy memorizados y cantados o tarareados al derecho y al revés, aún aleatoriamente, puede hallar consuelo a su infinito pesar.
En las tardes de verano, cuando de pronto el cielo se encapota con nubarrones de gris plomizo y se levanta esa brisa tibia pero tenaz que los meteorólogos han dado en llamar Zonda Hurlinguensis, cuya intensidad provoca el giro de los molinetes y el vuelo de sombreros de copa, hay quien dice que puede oírse en el ambiente, sin nada de esfuerzo, el llanto de María; un inquietante zumbido que las mayorías profanas atribuyen al viento mencionado atravesando las copas de los árboles que adornan todas y cada una de las veredas locales. Otros vecinos, más proclives a los finales trágicos, aventuran que el sonido es en verdad al grito de ultratumba de una señorita suicidada cuyo amor no pudo consumar, al menos con el ser amado. En fin, ambas versiones tienen –como casi siempre, tratándose de saberes populares– su cuota de verdad.
De Gustavo poco y nada se sabe: que nadie nunca más volvió a pronunciar su apellido (el que ha pasado a un olvido nada espamentoso); que siguió trabajando en el periódico local ya mencionado hasta que un episodio cardíaco, adjetivaron los médicos, lo pasó del otro lado. Los sensibles de Hurlingham o, para ser preciso, un par de ellos que quién sabe por qué inextricable razón le tomaron cariño, advierten que tras María amó y fue amado, asimismo que tuvo dos hijos a los cuales quiso como a nada en este mundo. Puede que si o puede que no. También se asegura, en otro orden de cosas, que escribió varias novelas de nulo interés para editores, varias decenas de cuentos y relatos que trascendieron entre amigos y familiares –los sensibles mencionados entre los primeros– y un archisecreto y casi mítico Manual del amante empedernido o cómo sobrevivir a un despecho que nadie ha visto ni leído jamás pero que, según versiones extraoficiales, tiene más de mil páginas en las que sin embargo no llega a desentrañar el modo de sobrevivir con entereza intelectual y espiritual a la pregunta del título.
Lo veraz y documentado es que varones sensibles (que en Hurlingham abundan, para presunto deleite de Dolina) suelen descubrir a María, materializada y fatalmente hermosa, en las avenidas Roca o Vergara, primero apalabrando jovenzuelos dark tipo Alan Poe y/o galanes adultos de estampa gardeliana, e inmediatamente –o en forma simultánea (en virtud de lo cual hay quienes hablan de un mito colateral: que María no es una sino muchas mujeres-espectro, incluso que todas las mujeres de Hurlingham son María, fantasmas vengativos)– llorando en la ochava de la próxima esquina, soltando su lagrimita fantasmal por cada diptongo del original que lleva en mano y del cual pasa página tras página a una pasmosa velocidad. Dicen que esto ocurre, lo de la velocidad en la lectura, debido a la también pasmosa cantidad de obras absurdas que debe leer por noche, lo que da una idea aproximada de los amantes furtivos y no tanto, que han sucumbido diariamente ante su belleza y, por ende, caído en inmisericorde desgracia.
Mientras tanto, mientras el Fantasma de María sigue enamorando incautos literatos de última categoría que vagan por las veredas hurlinguenses en busca de vana inspiración y –para su perenne desgracia– hallándola, a mí me consumen los celos sólo consolados por esta pequeña, personal y miserable revancha: ser conciente de que este, mi relato, la desilusionará tanto como lo han hecho los pasados y lo harán los por venir. No hay duda que los hombres sensibles de Hurlingham la seguirán viendo llorar en las siguientes esquinas, incluso en las de William Morris, de Villa Tesei y alrededores.
Como colofón, valga entonces el siguiente y obvio apotegma: ni siquiera los fantasmas se libran indemnes de las vicisitudes del amor.

9 al 12 de febrero de 2007