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lunes, noviembre 27, 2006

Contra los talleres psico-literarios

De pura casualidad llegaron a mis manos tres ejemplares de sendos números más o menos viejos (principios de este año, calculo) de la publicación La Mujer de mi Vida. Leyéndola y recordando otras revistas psico-literarias que conozco, he descubierto que todo el mundo fue o va a un taller literario (lo que parece ser endémico entre los trabajadores de prensa de Página/12): los jóvenes que escriben, quienes publican cuentos y/o poemas en las revistas gremiales realizadas de y para escritores consagrados o por consagrarse (de algo hay que vivir), etc. Incluso hay muchos, demasiados, que los dirigen-conducen-encabezan o como quiera que se diga, aun sin haber publicado libro alguno o uno solo autoeditado o simplemente por haber hecho el profesorado completo de literatura (de esto parece que también se puede vivir).
En determinado punto me siento un poco culpable: yo no fui no voy ni pienso ir a un taller de esas características. Por puro prejuicio, quizá, se me hacen muy similares a terapias de grupo y, como todo el mundo sabe (o desde ahora sabe), detesto el psicoanálisis. Mis primeros y únicos profesores-talleres fueron Poe, Quiroga y R. L. Stevenson; luego se sumaron otros muchos que no vienen al caso. No obstante, he escrito varias novelas, decenas de cuentos y miles de poemas juveniles; he ganado algunos premios menores y publico regularmente en mi página web, mi blog, revistas varias, otros sitios web, etc. Además trabajo como periodista con cierta consideración y respeto público. Todo lo cual me lleva a considerarme escritor.
En uno de esos ejemplares de LMDMV que llegaron a mis manos casualmente, leí un artículo titulado "Por una literatura de la crueldad", en el que Alejandra Varela (anoté los datos en la libretita que siempre llevo encima para anotar las ocurrencias que aparezcan en los lugares y momentos menos pensados) dice que a los nuevos escritores argentinos (de menos de 40, precisa) les falta un estilo y escriben más o menos todos iguales, sin pasión ni tensión, señala más o menos la autora.
Según creo, la respuesta es la apuntada en el primer párrafo de este post: todos ellos fueron o van a un taller literario, que cumple el función aparente de estandarizar la literatura argentina. El estilo es el del taller literario. Debe haber alguien que empezó con esto y sus alumnos-aprendices o como quiera que se llamen aplicaron el mismo... programa en los suyos (de algo hay que vivir) y en las revistas que fundaron o en las que escribieron y así sucesivamente: miles de autores aprehendiendo lo mismo y escribiendo lo mismo en sus miles de variantes subjetivas, pero siempre respetando lo literariamente correcto que indice el códice-parámetro mencionado.
Supongo que uno de los muchos (¿infinitos?) problemas es que en la Argentina se gana más plata dando un taller literario que escribiendo; por eso los escritores dan talleres literarios y los profesores con horas y cargos ni lo piensan; se gana más escribiendo sobre literatura (y escritores) que literatura. Estoy seguro que gana más, mucho más un crítico de Clarín Cultura y Nación o Página/12 Radar que sus criticados. Se paga más por un artículo en La Nación que por una novela, por ejemplo. Por eso hay tanto escritor criticando (a muchos de los cuales no se les entiende un cuerno). Por eso hay tanta revista literaria. Por eso hay tanto blog esponsoreado por Mercado Libre, Google Adwords, etc. Y esto, sinceramente, no es culpa de los escritores sino de un mercado editorial que no existe, una industria que sucesivos gobiernos han destruido en favor del usualmente bienvenido best-seller.
También hay que decir (por las razones apuntadas) que nosotros, los escritores, hacemos poco para cambiar el asunto, siquiera escribiendo algo interesante, divertido y polémico de cuando en cuando. Porque, ¿para qué es la literatura sino para interesarnos, divertirnos y polemizar?
Así que, chicos: a abandonar los talleres psico-literarios y a escribir como a cada uno le venga en gana, que se acaba el mundo!!!!!

jueves, noviembre 23, 2006

"Estrella del camino" por Deep Purple

El glorioso tema de Deep Purple en una versión (confieso que nunca la había escuchado antes) para la grabación o filmación de un clip antes, mucho antes de MTV...

miércoles, noviembre 22, 2006

¿Quién mató a Betty Boop?

He tenido noticias (rumores más que fundados) de que alguien importante anda interesado en publicar (en formato papel) mi novela ¿Quién mató a Betty Boop?, lo cual me pone más que contento y bastante ansioso por tener más noticias sobre el asunto. Pero bueno, mientras esperamos va este adelanto de la misma, en su versión cuasi original (y sepan disculpar los errores):


Llovía. Un día de espanto, y su correspondiente noche. Había comenzado como para no despertar jamás, o dejarse estar todo el santo día con la pava y el mate a un lado de la cama, o disfrutar de una película con Bogart y, de ser posible, de Curtiz.
No obstante aquella noche llegué al bar, después de haber recorrido un largo, tortuoso y húmedo camino, sabiendo lo que buscaba pero ignorando absolutamente por dónde debía comenzar. Es decir que, más o menos, no sabía nada.
Tenía a E.H., el enano. Sin embargo, era la punta del ovillo equivocado: trabajaba para él. Por una rara vuelta del destino, no había sido el dueño del circo quien me había contratado, sino el enano, un miserable, corto y humillante enano que, en el mejor de los casos, superaba en veinte centímetros a su equivalente de jardín. Así es la vida: nadie elige de dónde viene el dinero sino que se espera pacientemente que llegue, cuanto más rápido mejor.
Dentro de todo, era lógico: la chica era su amiga o su hermana o su socia o algo así y el tipejo no podía quedarse afuera del asunto o aceptarlo así como así, como si hubiera caído una hoja dorada en el bosque otoñal de las Rocallosas. Cualquier individuo -me resisto a definirlo como hombre-, en su lugar, se habría puesto en acción de inmediato para hallar el quid de la cuestión y tomar venganza, al menos. Y los enanos, dicen, solamente por su estatura se diferencian del resto de la especia humana. Aunque tengo mis dudas al respecto.
En mi larga carrera, he notado que la capacidad de razonar del animal humano tiende a relacionarse a su volumen físico, y con ésto no quiero decir que un gigante sea más inteligente que alguien de tamaño normal. Lo que he notado es que, más acá o más allá del continente medio, el cerebro tiende a funcionar de un modo inferior al correspondiente de norma. Existe, supongo, una referencia íntima entre volumen e inteligencia que también se da en la naturaleza en su estado salvaje.
Por ejemplo: nadie puede negar que las bestias más pequeñas son bastante más imbéciles que las de tamaño medio, toda vez que un perro es superior, intelectualmente hablando, a una rata; como es innegable que mamotretos como las ballenas son decididamente idiotas si se las compara con un delfín.
Pues bien, entre las personas ocurre algo similar: alguien de talla mediana es, en el noventa por ciento de los casos, más sabio o menos estúpido que un individuo que supere los dos metros o se encuentre por debajo del metro y medio, o mismo el caso si va más allá de los cien kilos o su escualidez invalida toda probabilidad de peso. Caso, por ejemplo, de los enanos.
Mejor dicho: ya no era..., había sido.
Un par de semanas atrás la había visto actuar. Un espectáculo de ensoñación; algo alucinante. Que esa criatura se desnudase delante de mis ojos era la cosa más extraordinaria e increible que se hubiera concebido jamás, en toda la vida.
Con toda razón los parroquianos deliraban mientras lanzaban vasos, copas y porrones contra el cielorraso del bar, recibiendo la lluvia de cristal molido con sus bocas abiertas al firmamento, como exclamando su sorpresa a dios. Masticando vidrio. O saltaban -con toda razón, por cierto- sobre sus sillas como gallinas cluecas o gallos mudos desesperados por dar el anuncio del día, sacudiendo desarticuladamente los brazos como alas desplumadas. O daban alaridos de bueyes descogotados mientras sus malditos pies repiqueteaban en las mesas a punto de desvencijarse. O abrían sus párpados como enfermos de agonía, impedidos de defecar el esqueleto entero del burro viejo que ingirieron el día anterior al festín visual, espectral y extraordinariamente patente al mismo tiempo, igual que la imagen velada de Cristo hecho hombre, músculos y huesos, perfil ahuecado, enormes senos, trasero imposible, cosa bonita, despampanante. O se desesperaban por no poder alcanzar con sus cortos miembros y manos crispadas la carne que masticaban abriendo y cerrando los párpados, con ansiedad y angustia. Con toda razón.
Lástima la cabezota. Se parece a Bety Boop, me había advertido Bourroghs meses atrás, cuando me la recomendó. Pero no podrás creer lo que veas, aunque tus pupilas garanticen la imagen con certificado escrito y todo, había dicho. Aunque dios mismo baje de los cielos y te entregue el título de propiedad del milagro que ha de materializarse ante tus malditos ojos, exageró el hombre. Pero, ¡cómo no iba a creerle!
Y era cierto, nomás; exactamente cierto. En el escenario, cuando la mujer se quitó despaciosamente el glamoroso vestido azul forrado de lentejuelas, muy ceñido a las curvas del cuerpo, largo hasta los tobillos pero con un tajo que dejaba asomar el muslo izquierdo hasta la altura de la cadera, y quedó en paños menores, ya no pude creerlo; mi cerebro se negó a aceptar así como así tanta excelencia femenina, tal grado de perfección que ni Venus de Milo con brazos y todo podría... Pero ahí estaba la chica, cubierta con una bombachita diminuta y blanca que, de frente, tapaba su región venusina con un triangulito apenas perceptible, levemente abultado y semitransparente. Y a punto de quitarse el corpiño y dejar al desnudo dos... dos... ¡Oh, dios!
En mi vida he leído muchos libros de esos que llaman eróticos, desde Las mil y una noches hasta Memorias de una princesa rusa pasando por el Decamerón, y he tenido en mis manos miles de revistas de la más variada y rancia pornografía con fotografías impresas en páginas satinadas a todo color con las hembras humanas más diveras, desde la primera Play Boy con Marilyn en su portada; puedo contar por docenas las mujeres que me ha tocado ver con su desnudez a cuestas, por diferentes razones que ahora no vienen al caso. Mujeres hermosas, mujeres pulposas, mujeres delicadas y electrizantes, mujeres de delicada belleza y tímidas formas y mujeres tremendamente audaces y exhorbitantes montes y bahías, mujeres ondulantes como serpientes y rígidas como tótems milenarios, mujeres perfectas como obras de arte decimonónicas y mujeres calientes como la puta del barrio bajo, mujeres que hubieran infartado al más duro de los machos o excitado al más fundamentalista de los homosexuales.
Pero ella, pero esos... Estaban ahí, frente a mí, a mis ojos, a mi objetiva mirada que sólo era capaz de aceptar lo que ciertamente veía, de lo que ninguna duda cabía de su existencia, de lo concreto y nada más que material.
Las palabras, por muy bellamente que fueran dichas o por muchos artilugios que se utilizaran para adornarlas, no me podían convencer si yo, de hecho y de derecho, no captaba con mis propios sentidos lo que cualquier charlatán sugería con su verso circunstancial. Me jactaba asiduamente de ello y nunca había transgredido en el tema ni jamás lo haría. Ver para creer es mi consigna.
En una época, en realidad, había tenido mis serias dudas sobre la certeza de lo existente. Quiero decir que, influenciado por alguna filosofía cartesiana que había leído de algún fascículo de los que continuamente caían a mis manos y consumía con avidez, dudaba de la veracidad atómica. O algo referido al táoísmo y estupideces por el estilo a las que inmediatamente seguía en mi vida cotidiana al igual que monje budista. No obstante, toda la tontería pasó con mi adolescencia, y acabé siendo lo que soy: un tipo revelado materialista en todos los sentidos. Existo luego soy, es otro de mis lemas.
Y estaba ahí. ¿Está ahí...?, me pregunté cuando dejó caer el sostén. ¿Es esto cierto? Quizá delire. Quizá como en Zoylen green o en otras tantas películas, de los respiraderos han soltado una especie de soma y estoy drogado como un dromedario sediento, intenté explicarme. Tal vez me anarcotizaron y drogaron a todo el público presente y el mundo entero está borracho y así y solamente así se concibe la existencia de ésto, éso, ella... No de otra manera. ¿O puede la mente fabricar semejante voluptuosidad si no está perturbada por algún agente excitador que subrepticiamente fue inoculado al organismo? ¿La inteligencia, acaso, no está preparado para discernir correctamente entre lo que es verdadero y lo que es falso, lo evidente y lo causado por el desvarío?, me pregunté al borde de la silla y de la cordura.




Y bien, allí estaba, en aquel bar de mala muerte iluminado con carnavalescas lamparitas multicolores que colgaban en racimos cada dos metros de varios cables que se cruzaban bajo el cielorraso que, a trasluz, se notaba ennegrecido por el polvo que se alzaba cuando se armaba el baile, por el denso humo de la parrilla en la que asaban chorizos como pasas y por los vahos de mil millones de cigarrilos que sellaban su arabesco destino en lo que había sido yeso blanco.
Sabiendo -lo peor de todo- que aquella maldita y húmeda noche ella no aparecería. ¡La habían asesinado! ¿Crimen pasional? ¿robo? ¿un psicópata criminal de bailarinas suelto? ¿venganza? ¿algún asesino serial comandado por el perro de la vecina al que ha poseído el demonio? Las hipótesis podían ser infinitas, como infinitos -o nulos, que es lo mismo- eran los caminos por los cuales buscar la punta del tema. Pero, ¿por cuál comenzar? Para eso estaba ahí.
Me senté en una silla que primero limpié con el pañuelo y al apoyar el culo tambaleó, a la mesa que daba a uno de los ventanales, cerca de la puerta; llamé al mozo y pedí un blanco de la casa. Cuando lo trajo, le advertí quién era yo y le ordené sentarse a mi mesa.
Primero se opuso rotundamente, previniéndome sobre que su jefe jamás permitía ese tipo de cosas. Luego le dije que yo arreglaría el asunto con él, y aceptó, a regañadientes pero aceptó.
-Usted ni siquiera se imagina cómo es él cuando se trata del trabajo- se explicó.
El mozo era un muchacho joven, de unos veinticinco años; su piel cetrina y sus ojos rasgados, con pupilas marrones, delataban que era latino, chicano o algo así. De cualquier manera, no era feo ni semideforme como los bolivianos que se ven en las esquinas del barrio, acompañando a concubinas gordas cual vacas que ofrecen verduritas y especias al ama de casa que ha salido del supermercado. Por el contrario, sus facciones eran varoniles y su cuerpo alto y esbelto.
-Cuál es tu nombre- le pregunté.
-Thompson -respondió-, J. Thompson.
-Thompson.
-Pero me llaman Red, J. Red- agregó.
-¿...?
-Tuve mis años... duros -dijo, como si le pesara una incipiente y precipitada vejez-. Digamos que pasé una época en la cárcel debido a mi participación en ciertas protestas estudiantiles y, más tarde, en cierta huelga ferroviaria. La reiteración hace a la personalidad, ¿no? De ahí el apodo.
-Lo lamento- repuse. En realidad, no sabía qué decir.
-Yo no -replicó con seguridad, apoyándose en una sonrisa melancólica-. En verdad, estoy orgulloso de odiar esta ciudad y este sistema bajo el que nos obligan a sobrevivir.
-Yo no me siento obligado a nada- le respondí, medio contrariado por tan descabellada aseveración.
-Aunque piense que la libertad es su medio, en el mundo no hay lugar para elegir. Ya lo dijo G. Orwell: 'No hay alternativa, no hay salida -citó-: sólo un hueco en el que meter la cabeza o un arma para hacer pedazos la de tu enemigo'. Así es.
-Me temo que ese Orwell ha tomado el camino del extremismo -repliqué.
-Sí, señor; ya lo creo.
-Y todo extremo lleva indefectiblemente al error -agregué.
-El gris es la mediocridad -aseguró muy suelto de cuerpo-. O estás con él o contra él.
-Hum -fruncí el seño con severidad, y lo notó.
-No hace falta más que mirar alrededor, frente a nuestras propias narices, en Villa Ponzoña, para avisorar de modo irrefutable que la sociedad está más que podrida y apenas le hace falta un empellón para que se derrumbe por completo en el avismo de su decadencia.
El muchacho, a qué dudarlo, era seguro de sí mismo.
-Lo único que la sostiene es la injusticia -añadió-. Nada más fíjese en mi situación y verá el huevo de la serpiente.
-¿...?
-La explotación -afirmó Thompson como quien ha dicho la palabra exacta en el momento exacto, el verbo del principio-. La explotación es la madre de todos los males que padece la humanidad, amigo. Míreme a mí, por ejemplo -reiteró-: acabado el día, luego de haber servido cien vinos, otros cien choripanes, cincuenta hot-dogs, otras tantas empanadas, treinta milanesas a caballo, docenas de órdenes de barbacoa con frijoles, decenas de cervezas, whiskys, rons, etcétera..., ¿que recibo a cambio? ¿que me llevo a casa para alimentar a mis hijos y satisfacer las necesidades básicas con la que mi familia y yo podemos seguir viviendo? Eso sin contar el tener que soportar al explotador... ¿Qué me llevo a cambio?
-Qué -pregunté, pensando que el pobre muchacho, tan desorientado, necesitaba de mi estímulo para continuar con su grandilocuente alocución.
-El valor exacto de doce chorizos con sus respectivos panes -contabilizó-, y algo similar la cocinera, y poco menos el lavacopas, y otro tanto de impuestos y cosas así. Usted se preguntará por el resto.
A esta altura, en realidad, me sentía aburrido y me interesaba acabar con el tema y pasar al que me había traído al bar y a hablar con el loco extremista, más rojo que el ají morrón.
-El resto se lo queda el miserable de Hailey -dijo.
-Y... -¿debía hacerlo?-, ¿quién es Hailey?
-A. Hailey, el dueño de este tugurio; el explotador -sentenció-, quien obtiene la parte del león con el trabajo ajeno, el que amarroca la plusvalía.
Acabé mi vaso de un trago; el vino era dulce. Nadie habla a quien está tomando porque el bebedor sólo presta atención sensorial a su bebida.
La pausa, probablemente, haría que el chico se callase. Tenía la cárcel bien merecida, al menos por hablador.
En un rapto de lucidez, coordiné mi problema con el suyo.
-¿Y qué hay con Ms. Boop?
-¡¿Quién?! -exclamó con sorpresa.
Recapacité: únicamente mi amigo Bourroghs la llamaba de esa manera.
-La corista, Caroline -rectifiqué.
-Ella no contaba -dijo Thompson.
De pronto, lo noté nervioso; se secó las palmas de las manos en el delantal roñoso, seguidamente se las restregó y sin que mediara otra palabra, pretendió ponerse de pie.
Extendí los brazos y lo detuve con una gesticulación. La máquina de sospechas que cargaba pegada a mi corazón como un marcapasos comenzó a funcionar aceleradamente, galopando en dirección a ganar la carrera. Algo había en este Thompson que, repentinamente, activó mis neuronas.
Podía tener una razón -o varias, pensé- para haber cometido el crimen. Si existía algún resquicio a través del cual hallar esa o esas razones, me propuse penetrar en él y auscultar el alma del asesino, derribando todas y cada una de las barreras que el sospechoso pudiese construir entre mi inteligencia y la suya.
El interrogatorio era una de mis prácticas habituales y en la que me destacaba. Hammet me lo había hecho notar. Hammet decía que mis preguntas eran cross a la mandíbula, ganchos en la boca del estómago, eficientes y mortíferas cual cortito de Karadagián. Jamás tocaba a un sospechoso pues no necesitaba hacerlo. Él, por el contrario, prefería dejar de lado la metáfora e ir directamente al grano: cuando la abrumadora mayoría de las pruebas apuntaban al sujeto maniatado frente al foco, solía usar el mamporro como método para sacar verdad de sospecha. Uno de sus castañazos equivalía a mil cuestionarios.
Si éso nos producía algún que otro día en la calabozo de la comisaría local, le tenía sin cuidado. En Villa Ponzoña todos los polizontes lo conocían de su época en el destacamento de bomberos y lo respetaban; así que, aún enjaulados, comíamos como la gente y no nos molestaban. Los otros presos, cuando eventualmente estábamos acompañados en nuestras -más suyas que mías- breves temporadas a la sombra, le temían. Así que no la pasábamos tan mal. De última, eran cama y comidas gratis.
-Siéntate y explícame por qué ella no contaba -le pregunté a boca de jarro.
Thompson -o Red- obedeció cual perrito faldero.
-Ella no... -balbuceó.
-¿No era, acaso, una explotada más? -usé sus mismos argumentos.
-Ella no -repitió como loro.
-¿No?
-Ella estaba enlodada con la mugre capitalista -dijo sin decir nada-. Ella era parte del teatro montado para agraciar al enemigo, servir a los parásitos de siempre y mofarse de la desgracia en la que todos los pobres estamos sumergidos.
El gesto le cambió por completo; su rictus, un momento atrás sosegado por lo que parecía una profunda melancolía, se trastocó en rabiosa mueca. Las cejas se enarcaron, la nariz se frunció, los labios se tenzaron y sus dedos se enredaban nerviosamente unos con otros, como si estuvieran buscando anudar lo que dentro de su cabeza estaba desanudado, cabos peligrosamente sueltos.
-Explícate -volví a ordenarle.
-Ella dormía con el enemigo -explicó.
Algo -algo indescriptible- hizo click dentro mío; sentí que mi alma había amartillado un mecanismo capaz de destruir. Algo nunca antes sentido.
-Ella -prosiguió- era una prostituta...
Al oir esa palabra, ese calificativo con el cual el cerdo pretendía describir a Caroline, mi mente quedó automáticamente cargada con un proyectil en la recámara de la conciencia. Deseé matar a Thompson y, al mismo tiempo, me sentí confundido, horriblemente perturbado por sensaciones tan vitales. Algo nunca antes sentido. ¿Qué hay detrás...?, me pregunté.
-...una prostituta dispuesta a cualquier cosa por escalar los peldaños de esta inmunda ciudad; porque aquí exclusivamente los políticos coimeros, los policías corruptos, los militares asesinos y las putas tienen éxito; sólo ellos ganan dinero, quiero decir. Los demás debemos conformarnos y persistir con las migajas de los poderosos.
En verdad lo odié. Aún sabiendo que lo mío era sólo trabajo.
-Sí -continuó-, ella era una puta más de las que usan los poderosos. Ni siquiera una prostituta, pues hay muchas mujeres a las que la desesperación empuja a degradarse física y espiritualmente; pero ella lo disfrutaba, ¿me entiende? Una maldita perra que gozaba revolcándose en el lodo.
Lo odié. Y traté afanosamente de ocultar mi odio.
-Supongo que te constará lo que afirmas...
No obstante, me negué a imaginar cómo lo habrían hecho.
-Oh, no. Ella nunca... -hizo una pausa, recapacitando sus palabras-; jamás me hubiera acostado con ella; me habría infectado con su perversión, con su...
De pronto se escuchó un grito que venía de la zona de la barra. Thompson se volvió y pude ver también cómo el barman le hacía señas desesperadas para que retornase al trabajo.
Luego de pedir disculpas por tener que dejar la mesa y la conversación, el mozo latino y bien parecido, un verdadero Trotzky de guardarropía, levantó el culo de la silla, pasó el trapo sobre la mesa de madera limpiando migajas inexistentes y se dispuso a retirarse. Antes que se hubiera alejado demasiado, le ordené otro vino. Asintió con la cabeza.
Celos, me dije. Los celos consumen al pobre infeliz, me repetí. Había tratado voltearse a la malograda Ms. Boop y ella lo había rechazado en reiteradas oportunidades; ello se desprendía claramente de sus palabras. ¿Entonces? Un día, dos atrás, no pudo más con su deseo y la asesinó. ¿Por qué la saña, la alevosía? Desprecio por lo que no podía poseer, rabia por quien lo rechazaba continuamente a pesar de los ruegos. Podía ocurrirle a cualquiera.
Los celos eran una de las causas principales de asesinatos en esta ciudad. Dos de cada cinco crímenes que habíamos resuelto en la agencia tenían ese causal. Los hombres y las mujeres de la Villa estaban muy acostumbrados a meter cuernos a diestra y siniestra y ello llevaba a esposas y esposos a tomar medidas drásticas para resolver el problema, la clásica ecuación que sabiamente ordena mía o de nadie.
De hecho, nuestro primer caso fue así y con Hammet tardamos apenas dos días en resolverlo, allá por los cincuenta y pico. En aquella época se acostumbraba bautizar a las agencias con los nombres de sus integrantes, así que seguimos la tradición y nuestra marca era Hammet, Chandler & Co. , seguido por la actividad: Detectives Privados, especialistas en adulterios, asesinatos, cosas perdidas y personas extraviadas, robos, hurtos y violaciones, persecuciones, chantajes, espionaje industrial, político e intelectual, patentes, plagios, estupros, seguimiento de traidores y delatores, secuestros extensivos, fantasmas, espectros indexados y apariciones varias, enriquecimientos ilícitos, enamoramientos furtivos, expropiación ilegal de bienes muebles e inmuebles, enfermedades incurables, divorcios y desasociaciones, infiltraciones, pinchaduras de teléfonos, encuestas, inventos, radioescuchas, invasiones y golpes de estado, epidemias, corrupción de menores, prostitución, calumnias e injurias, fotografía y videofilmaciones, construcción de pruebas, indagaciones, alteraciones en la conducta, ocupaciones de propiedad privada, entuertos y todo cuanto necesite para mejorar un poco su vida. Precios módicos. Créditos: usted elige el plan de pago.
Mi socio, D. Hammet, era el especialista en la mayoría de los ítems. Había pasado una temporada en la Continental y de allí tomado una experiencia invalorable en el rubro, de la que pocos detectives podían enorgullecerse por aquellos años. Yo, en tanto, aportaba a la sociedad mis rabelesianos conocimientos.
Más tarde, con las carreras que abrieron diferentes universidades del oeste y los cursos por correspondencia que se podían tomar pagando una cuota mínima, la profesión se echó a perder y cualquier infeliz inauguró su bufete.
Pero Hammet era un profesional de primera, además de destacarse por ser buen tipo, de los que escasean hoy en día; de esos en los que uno puede volcar toda la confianza o declarar el secreto más terrible o abominable sin temor a que los periódicos de una versión distorsionada de las cosas, o fuera de contexto. Y un secreto, justamente, fue la causa de su desaparición. Pobre Ham, como yo solía llamarlo, amigablemente.
Resulta que un día del verano más caluroso en los anales de la historia climática del país, un día en que el maldito ventilador de techo no funcionaba y una brisa tórrida podía ser el bien más apetecido y preciado, mientras tomábamos mate y sosteníamos otra eterna discusión sobre béisbol -el hijo de puta simpatizaba con los Tigers-, sonó el teléfono y atendí. Una mujer de dulce y encantador tono de voz preguntó por él. Le pasé el auricular y, después de decir ¿si...?, permaneció largo rato en silencio, las pupilas revoloteando al compás de la cabecita del popinauta que desvariaba sobre el escritorio. Más allá de eso, su rostro no denotaba alteración alguna mientras oía lo que, supongo, le decían del otro lado de la línea. De pronto, anotó algo en un papel cualquiera, se puso de pie, tomó el saco beige colgado en el sombrerero y salió raudamente de la oficina, sin decir esta boca es mía. Corrí tras él y, desde el umbral de la puerta, le pregunté a los gritos qué sucedía. Nada, respondió desde la escalera que bajaba de a tres escalones, como si en realidad nada pasara. Adónde vas, le inquirí. No importa, contestó ya en el primer piso, enseguida regreso. Empero, jamás lo hizo. Pasaron los días, las semanas, los meses, y mi socio no mostraba señales de vida: ni un telefonema, ni un fax, ni una carta, telegrama o postal. Si me hubiera dicho qué sucedía, adónde iba...
La vida es un momento inesperado, solía decir desde la hendidura anatómica de su sillón preferido, el único, de cuero color marrón gastado que habíamos podido adquirir con nuestro siempre escaso presupuesto para bártulos, mientras fumaba los cigarros comprados por docenas de cajas y rumiaba sus gomas de mascar de limón que también adquiría por docenas. La vida es un momento inesperado que te salva o te traga, decía Ham, y no hay forma de superarlo sin que te roce con su filosa dentadura; de algún modo quedas afectado o herido, de algún modo ese momento te marca para que tu historia no siga siendo la misma de ahí en más. Lo fundamental es conocer la naturaleza de ese instante y aprender a cargarlo con sabiduría. Y la vida está llena de esos momentos. Lo demás es verso.
Pasados los primeros dos meses de su desaparición, comencé a buscarlo sistemáticamente. Llamé a cuanta mujer había en la agenda común y a cuanto conocido podía tener noticias suyas. Infructuosamente. La dueña de la voz que lo había convocado aquel día de verano -tono que aún concervo grabado en la memoria- no se manifestó en ningún número. Hasta que un anónimo me llevó a Casablanca.
Por aquella época, Casablanca era un sitio sucio y maloliente -sigue siéndolo-, pero no sólo por los basurales que se formaban en casi todas las esquinas producto de que no existía el servicio de recolección de residuos como se conoce hoy día; basurales que con el calor reinante durante la mayor parte del año acababan por transformarse en focos infecciosos que daban al lugar la dudosa fama de tener la mayor cantidad de gusanos por habitante. No solamente por ello.
En Casablanca tenían asentamiento las sedes de las mafias más pestilentes que se concibieran: desde los cárteles sudamericanos de la droga hasta la china y la rusa, pasando por los traficantes de licor americanos y la camorra siciliana. De ahí su hedor.
El mismo día de mi llegada y sin perder el tiempo, me entrevisté con quien el anónimo de marras había sindicado como posible informante del paradero de mi amigo y socio D. Hammet. M. Puzo se llamaba el tipo, un italiano de talla media, rico y sosegado que moraba en el mejor hotel de la zona: el Grand Palace. Yo me hospedaba en el Palace, a secas, de la misma cadena pero con tarifa y comodidades reducidas.
Hacía un calor infernal, sofocante, y en la calle, como dije, se levantaban densos vahos de inmundicia, ayudando a la asfixia mía y general y causando que uno perdiera definitivamente sus energías vitales. El hecho de entrar a la recepción del hotel me volvió a la vida y mis músculos y pulmones agradecieron el aire acondicionado y el aroma a lavanda y flores del salón, adornado por todas partes con floripondios rococó y plantas ornamentales de plástico, lujo barroco rematado a lo Gaudí con firuletes dorados en los marcos de puertas y ventanas.
Un botones de chaqueta roja con aureolas en los sobacos me acompañó hasta lo de Puzo, en el quinto piso, y allí me dejó cuando el tano salió a recibirme. La habitación era otro lujo. Me hizo pasar, me presenté y saludó con fuerte apretón de manos y sonrisa generosa. Tenía unos sesenta años. Y, evidentemente, mucho dinero; así que no me extrañó ver por una puerta interna entreabierta el cuerpo de una rubia escultural, sentada en el borde de la cama de dos plazas, calzándose unos jeans negros elastizados y gastados y una remera blanca, zapatillas fucsia y sombrero amarillo pálido de fieltro y ala ancha. Siempre fui observador.
Puzo me hizo sentar, invitó con una Coca o algo así, y muy amablemente me preguntó qué lo trae por aquí. La Coca está bien, gracias. Busco a un amigo, le respondí, y me han dicho que usted podría darme información sobre su paradero. Quién es el amigo que busca y quién le dijo que yo tendría ese hipotético dato, cuestionó, siempre con amabilidad. Hammet, D. Hammet, respondí a la primera pregunta, y se me dijo anónimamente, repuse a la segunda. Sonrió. En realidad, en ningún momento había dejado de sonreír.
Sacó dos latas de gaseosa de un pequeño refrigerador que había en el bar, a un lado del living del apartamento, y me extendió una. Conozco a Ham, dijo, llamándolo como yo lo hacía, pero me temo que no lo he visto en los últimos meses; sé que estuvo en Casablanca, pero le aseguro que no lo veo desde que lo contraté para cierto trabajo y él dependía de la Continental, explicó. ¿Estuvo aquí?, pregunté. Ajá, me han informado sobre ello, respondió. Ya es algo, dije.
La puerta entreabierta se abrió por completo, interrumpiéndonos con su leve rechinar, y la rubia que se vestía salió del cuarto contiguo. También sonreía generosamente. ¿Se puede no sonreír en medio de tanta opulencia?, me pregunté. Esta gente desayuna, almuerza, merienda y cena todos los días, me dije.
Lo importante es que la chica era un primor. Unos veinte años, cabellera dorada hasta los hombros, a lo Gilda, y ojos azules penetrantes como pedazos de cielo, nariz respingada y gruesos labios pintados de jugoso carmesí. Además, a pesar de ser algo magra para mi gusto, bajo el jean y la remera se notaban senos pequeños pero erguidos, cintura diminuta y trasero redondo, lo que la convertía en objeto apetecible para cualquier individuo, aún más para un mafioso carcamán de sesenta años, quien habría pagado un par de billetes por ella. O, en su defecto, generosos y caros obsequios.
El viejo la presentó como Jessica, y le creí. Yo como Chandler, R. Chandler, obviamente. Un placer. Es mío. Oí que hablaban de Ham, dijo ella, que también lo llamaba como yo. Ajá, repuso Puzo; Mr. Chandler lo está buscando. Casualmente, a principios de semana me lo crucé en el Tucán, contó. Tucán es el restaurante de moda en Casablanca, Mr. Chandler, explicó el viejo. Así es, asintió la mujer, e iba muy bien acompañado. ¿Sí? Seguro, una mujer muy hermosa, agregó. ¿Puedo preguntarle si usted va a ese restaurante seguido y si ha visto antes o después de ese día a Hammet?, inquirí a la belleza. Casi todos los mediodías, Mr. Chandler, pero me temo que no, respondió, ni antes ni después.
Acabadas las Cocas, agradecí a Puzo y a su amiga las atenciones y la colaboración, pedí disculpas por la molestia causada, a lo que respondieron con un cortés no es nada, de fórmula, y me retiré con la promesa de futuras visitas en alguna otra ocasión más propicia para las relaciones sociales. Ocasión que, por supuesto, jamás habría de llegar.
Salí del hotel y fui en taxi al mío. Me recosté en la cama para fumar un Parissiennes pero, debido a la diferencia horaria con mi lugar de origen o al cansancio del viaje -el Douglas se había comportado como un carromato-, dormí por el increíble lapso de diecisiete horas corridas. Desperté a las diez de la mañana del día siguiente.
Como no había ducha, lavé mis manos, mi rostro, mis axilas, mi cuello en la palangana para esos fines y me calcé camisa limpia, blanca, corbata roja con rombitos negros y el mismo traje azul que utilizaba para ocasiones especiales y ordinarias: había traído sólo ése. No pensaba pasar en Casablanca más que un par de días.
De paso hacia el Tucán, desayuné un vino en el bar de la esquina. Tomé un taxi y le indiqué al chofer el sitio donde, esperaba, encontraría a Jessica y, en el mejor de los casos, a Hammet.
Era pasado el mediodía cuando llegué al sitio de moda en Casablanca, según había explicado el tano Puzo. Estaba ubicado en medio de un barrio en el que la casa más modesta valdría poco menos que el Kavannah. El hedor, sin embargo, persistía.
El Tucán deslumbraba, si nunca antes has visto uno. De las veinticinco o treinta mesas del salón principal, apenas cinco estaban siendo utilizadas por personajes de distintas y variadas raleas. Ocupé la más cercana a la entrada -como sigue siendo mi costumbre- y me dispuse a esperar que, en el último día que iba a pasar en esta mugrosa ciudad, la suerte acudiese en mi ayuda y el amigo y socio extraviado atravesara la misma puerta de vidrio que yo acababa de pasar, con o sin hermosura del brazo.
El mozo, árabe o algo parecido, con túnica, turbante y joyas de fantasía hasta por los codos, parecía un payá. Dejó la carta sobre la mesa, al lado del florero con rosa de seda, y esperó de pie que yo ordenara. Tomé la carta y luego de echarle un vistazo frugal, pedí cavernet sauvignon 1935. El maharajá de Singapur venido a menos asintió con una leve inclinación de cabeza y se retiró. Encendí un Parissiennes -allá lejos y hace tiempo, fumaba como un escuerzo- y me dediqué concienzudamente a observar giroscópicamente los alrededores, siempre vigilando de reojo la puerta del restaurante.
Tres o cuatro minutos después de recibir el vino, apareció Jessica. No usaba maquillaje y lucía solero verde agua y capelina al tono. Parecía cinco años más joven. ¿Quince?, me pregunté medio aterrado. Más o menos.
¡Qué sorpresa, Mr. Chandler!, saludó eufóricamente, como si en verdad no hubiera esperado encontrarse conmigo aquel mediodía. Estoy tentando a la suerte, le dijo mientras ella se sentaba a mi mesa. Se quitó la capelina con un ademán extravagante, demasiado europeo, y preguntó qué está bebiendo. Cavernet sauvignon del '35, especifiqué. Excelente, exclamó. Hizo una seña al mozo y éste trajo otra copa de cristal, en la que vertió una medida de vino.
Afuera, el sol brillaba con furia, desplegando incandescentes rayos en todas direcciones. Algunos de los que entraban por los ventanales del restaurante rebotaban en los espejos distribuidos en las paredes y cargaban de luminosidad el salón comedor. Así, con los reflejos solares disparados en todos los sentidos, la piel de Jessica parecía más blanca, sus facciones más jóvenes y sus ojos tan transparentes como la corriente del deshielo deslizándose sobre guijarros azules. Era apenas una niña.
Pensé que, si la suerte me es propicia, puedo encontrarme aquí con Hammet, dije. Oh, claro, asintió ella; si gusta lo acompaño a almorzar, así no se aburre mientras espera. Seguro, acepté la invitación. De modo que pidió langosta y ensalada Waldorf y yo bife de chorizo con ensalada mixta, con poca cebolla, por favor.
Pasamos la comida hablando de trivialidades, del clima y demás. Y a los postres contó que era danesa, que había quedado huérfana durante la guerra y que tenía diecinueve años. Mis padres murieron por un bombardeo inglés sobre Copenhague, contó; yo me salvé de pura casualidad. Lo lamento mucho, dije con sinceridad. Según cuenta la tía que se hizo cargo de mí hasta hace poco, dijo mientras daba pequeñas lamidas a su cucurucho de helado de fresa y chocolate, todo pasó tan rápidamente que ni siquiera se dieron cuenta: una bomba incendiaria les cayó justo encima cuando corrían hacia el refugio: los carbonizó al instante; yo ya estaba en el refugio porque había pasado el día, un domingo, en la casa de esta tía que me crió, de lo contrario..., quién sabe, caviló.
Y ahora, qué haces, le pregunté para cambiar el tono de la conversación. Esto y aquello..., respondió, cualquier cosa, lo que la vida me depare, nada en especial. Sonrió y sonreímos. Después permanecimos en silencio largo rato, hasta el café. Más allá de alguna observación banal referida al mozo o al restaurante o a la ciudad, nada importante nos dijimos.
Como a las tres y media cruzamos un par de miradas cómplices y supimos qué quería uno del otro, al menos en lo inmediato. De modo que me hice cargo de la cuenta y salimos de allí. Directo a mi habitación del hotel, donde pasamos el resto de la tarde haciendo el amor, arrumacos y cosas por el estilo, sin mayor compromiso que el que se tienen dos amantes que somatizan su soledad en un caluroso y aciago día cualquiera.
A las nueve pedí comida china y cenamos allí mismo. Con el sake se sinceró.
Camino a su habitación en el Grand Palace -aseguró que tenía una, propia-, me pidió que dejara de buscar a Hammet, lisa y llanamente. Déjalo, dijo, él está bien, no necesita ni quiere que lo encuentres. Pero..., reflexioné, ¿por qué me pide eso? ¿Lo conoces, acaso? No demasiado bien, respondió, pero sé que no quiere verte ni a ti ni a nadie. ¿Dónde está? No lo sé exactamente, pero aún si lo supiera, agregó, no te lo diría. Insistí largo rato para que contestara dónde o por qué, pero se encolumnó tras continuas evasivas. Los besos, de última, apaciguaron dudas y ansias.
En la puerta del hotel en el que apenas ayer la había conocido, me rogó prometerle que ya no buscaría a Hammet y que al día siguiente nos volveríamos a encontrar en el Tucán, a idéntica hora. Lo prometí y nos despedimos. Hasta mañana, entonces. Hasta mañana.
La situación había cambiado radicalmente. Con un llamado a la aerolínea, mañana a primera hora cancelaría el pasaje para el vuelo de las once y, de ahí en más, el objetivo excluyente en mi vida sería buscar a mi socio y amigo en cada rincón de Casablanca. Algo me decía que Hammet estaba en serio peligro.
Decidí volver a pie al hotel, unas quince cuadras. La noche había operado un brusco cambio en el clima: estaba fresco y el hedor habíase disipado.
Pensaba en Ham y en cuanto había dicho Jessica cuando, de pronto y sin que nada lo hiciese prever, a la vuelta de la siguiente esquina sentí el golpe en la nuca, un golpe seco, agudo y helado como el que produce el cañón de un revólver. Me retorcí y caí de rodillas. Dos tipos negros como el ébano a los que a gatas distinguí en la negrura de la calle, me arrastraron a un callejón próximo y abollaron mi cabeza a culatazos, hasta que dejé de percibir el pavimento y los edificios como algo real y nubes de dolor difumaron el derredor. No lo busques más, les oí repetir en medio de las campanas de Notre Damme que repiqueteaban en mi cerebro. No lo busques más, no lo busques más, no lo busques más..., una, diez y un centenar de veces.
Soy testarudo y curioso pero no imbécil. ¿Qué hago yo en esta ciudad completamente desconocida y hostil?, me pregunté una vez que hube repuesto medianamente la anatomía de la golpiza. Esa misma noche hice las maletas, pagué el hotel y embebí el forzado insomnio -a pesar de la jaqueca y los magullones- en el bar del aeropuerto, de donde partí a las once quince de la mañana siguiente, de regreso a casa.
Lo lamenté mucho, durante largo tiempo. No obstante, llegó el momento de la resignación y de recomenzar el trabajo que, por cierto, se había retrasado bastante. El maldito no ordenaba nada, era de lo más descuidado con papeles, archivos y formularios, así que costó sobremanera reorganizar la oficina y encarar nuevamente las cosas.
Tapé su nombre de la puerta con cinta adhesiva blanca y seguí con Chandler & Co., a secas. El show debe continuar, me dije.




-Una última pregunta -pedí a Thompson cuando dejó sobre la mesa el segundo vaso de vino de la casa.
-Hum -hizo un gesto malhumorado.
Echó un vistazo furtivo a la barra, donde el barman-encargado preparaba tragos y charlaba animadamente con un parroquiano, y agachó el mentón para aprobar la última pregunta.
-¿Tenía otros enemigos? -pregunté para referirme más allá de él.
-No, no; creo que no -dijo el muchacho, que a esta altura no podía controlar los nervios ni sus manos-. Al menos como usted concibe ese tipo de enemistad... Ya le dije: ella dormía con el enemigo -reiteró.
Dejé pasar el nuevo insulto, como si en realidad no hubiese añadido nada al no, no.
-¿Amigos?
-Se llevaba bastante bien con la otra streaper, Denise... -pensó-, y con Hemingway, supongo -dijo, como la chica fuera Marlene Dietrich en lugar de B.B.: estrella equivocada.
-¿¡Quién!? -no pude creer lo que estaba escuchando.
-El enano -aclaró.
-Ah... -suspiré extrañado-. Y ¿cómo era su relación con él?
-Buena, imagino.
-Quiero decir si, además de amigos, eran parientes, socios...
El mozo me escrutó con la mirada, como si la pregunta hubiese sido formulada por un ornitorrinco parlante. Frunció el ceño y respondió:
-Además de amigos... -hizo una tensa pausa, cual Bob Hope a punto de anunciar el ganador del Oscar-, estaban casados -aseguró con cierta repugnancia.
El alma, literalmente, se me desprendió del cuerpo, cayó más abajo de las plantas de mis pies y se hundió en el infierno de los desgraciados, donde quienes han perdido el soplo divino en un tramposo juego de naipes pagan culpas propias y ajenas, donde los inocentes son sacrificados en el altar de los imbéciles. Quedé desalmado, la mandíbula sobre la mesita, a un lado del vaso con vino blanco de la casa, la lengua extendida a los mugrientos zapatos de mi eventual ejecutor. Exangüe.
Jamás me habría podido imaginar, bajo circunstancia alguna, que el maldito enano cabeza de osito quemado, hubiera sido el marido de Ms. Boop. Algo decididamente imposible, inconcebible, descabellado, rayano en lo absurdo. Si apenas mide un metro veinte, traté de explicarme, o un metro, recalqué, y ella uno setenta, al menos..., reduje todo a cuestión de estatura, de volumen.
La naturaleza ofrece habitualmente esta clase de sórdidas sorpresas, reflexioné tiempo después de los sucedido, cuando los hechos de El ángel azul daban vueltas en mi cerebro como partes de un rompecabezas sin armar. Así como es capaz de crear una escultura viviente tan bella, atractiva y armoniosa -¡lástima la cabezota!- como Caroline, así también lo es de engendrar criatura tan repulsiva y vil como el enano. Pero lo peor de esta contradicción es que una y otra creación tienden a acoplarse con el fin de sintetizar el raro columpio del Cosmos.
Los opuestos se atraen. La hermosura ejerce atracción despiadada sobre la fealdad y ésta, cual perversidad extrema que natura revela en sus designios, absorve y consume fatalmente a la belleza como el negro degenera al blanco hasta degradarlo en oscuridad absoluta, hasta deglutirlo en las entrañas de las tinieblas. Se complementan. Son las dos partes de la misma cosa, cara y ceca de idéntica moneda, negativo y positivo del imán, dos polos antagónicos que, en el fondo, aunque nos desagrade, permiten el equilibrio del Universo, que el péndulo de la vida siga su curso de ir y regresar de y al punto de partida. Sin la una, la otra carece de sentido; sin la mujer, el hombre es un disparate inviable; sin la noche, el día es asunto acabado; sin el el cuerpo, el espíritu es ocaso. Como la risa y el llanto, el goce y el dolor, la rosa y sus espinas, la vida y la muerte. Y es, generalmente, lo horripilante, lo lúgubre, lo tétrico y lo doloroso lo que prima, lo que prevalece en el balance general contable. Devora a lo deslumbrante y perfecto para devastarlo, aniquilarlo con crueles e irremediables dentelladas.
El enano, pues, bien podía haberla asesinado, me dije. ¿La razón? Cualquiera. O Thompson o el maldito enano. El primer sospechoso, que eventualmente había descendido al segundo lugar, volvía a ser el primero y fundamental. Cuando uno tantea acá y allá, picoteando en las dudas de quienes han sobrevivido a la víctima, este tipo de cosas suele ocurrir. A veces, la vida se asemeja tangencialmente al tiovivo.
¿Por qué había ocultado información cuando llegó a la oficina a contratar mis servicios? Han asesinado a mi socia, abrió el fuego luego que se sentó dificultosamente al escritorio José Luis XV fruto de un equívoco matrimonio. Han asesinado a mi socia y no creo que la policía haga nada para esclarecer este ignominioso crimen, sentenció indignado, y quiero..., necesito hallar al culpable, sacarlo de su ratonera y despedazarlo con mis propias manos, dijo furioso, casi a los gritos. Fue gracioso cómo se expresó y la escena que se plantó en mi cerebro: el diminuto enano ahorcando a un gorila de doscientos kilos...
De hecho, pensaba igual que él: tampoco creía que la policía hiciera algo para encontrar a ningún culpable de nada de los tantos delitos que se cometían cotidianamente en Villa Ponzoña. ¿Por qué? Porque la policía de la ciudad que me había visto nacer, y su jefe en particular, era de las más corruptas que existían en el planeta, y su ocupación primaria y excluyente consistía en recolectar los réditos de cuanto ilegal ocurriera en la zona.
N. Mailer, el jefe, nos odiaba; a Hammet y a mí, quiero decir. Sobre todo a Ham porque, por más que lo intentaba, no había conseguido que, al menos de cuando en cuando, la tropa maltratase un poco su humanidad mientras era visible a los humanos.
Mi socio y amigo había trabajado para los bomberos voluntarios una temporada y por otra rara jugarreta de la providencia, le había tocado rescatar a un par de agentes de la comisaría en plena ebullición. De ahí que fuera conocido y, sobre todo, apreciado y respetado por la amplia mayoría de los uniformados.
Según cuentan lenguas de diverso origen, el incendio había sido provocado por el mismísimo jefe Mailer con el fin de deshacerse de cuanta prueba existía en el sitio de la corrupción policial. Un juez, del que no recuerdo el nombre ni la jurisdicción, estaba a punto de ordenar un allanamiento y Mailer, un maniático del orden administrativo que gustaba de llevar contabilidad exhaustiva de sus oscuras ganancias -dicen-, tomó la decisión correcta, a su modo.
Pero hete aquí que organizó todo para que pareciera un accidente y dos polizontes que aquella noche estaban de guardia, aunque dormían, quedaron cercados por el fuego. Los bomberos, llegados apenas declarado el siniestro, parecían no poder hacer nada hasta que lo hizo Ham, quien se enfundó el traje de amianto y audazmente atravesó las llamas para rescatar a los dos hombres, cargándolos uno en cada hombro. Empuñaba un matafuegos y su valor.
Cuando los bomberos acabaron con la faena y los peritos federales iniciaron la suya, tratando de averiguar las causas de lo que terminó siendo un volcán que demolió el departamento hasta los cimientos, no sólo descubrieron un archivo intacto gracias a la acción de salvataje de mi socio, sino también que el siniestro había sido provocado a drede por una mano que se dictaminó anónima.
Ambos asuntos complicaron bastante la vida al jefe Mailer. No obstante, con el tiempo a su favor y con la exasperante lentitud de la Justicia, sumados ciertos cambios de magistrados que instrumentó la plana mayor asentada en la Capital, la causa fue cerrada y pasó casi al olvido.
Menos para él, que de allí en más profesó un odio espartano, esforzado e imprescriptible, hacia quien más tarde se convirtió en socio y amigo.
La principal fuente de ingresos para Mailer y su camarilla era la quiniela, aunque no estaban fuera de su control intereses relacionados con las drogas, el alcohol puro -que estaba prohibido, lo que resultaba muy problemático para los hospitales, cuando podía utilizarse para la fabricación de bebidas-, la prostitución, la ruleta, las calesitas, la falsificación de medicamentos, el tráfico de armas y de influencias, el manejo de la autopista que cruza la Villa, los peajes internos, el robo, los desarmaderos de vehículos, la aduana paralela, los asesinatos políticos, los chantajes a personalidades públicas como el alcalde, los concejales y el secretario del gobernador, las amenazas a la oposición, el secuestro extorsivo, la reventa de niños, la impresión de billetes y boletos de tren truchos, el contralor arbitrario del tráfico aéreo, el otorgamiento capcioso de licencias para conducir y ejercer la medicina ilegal, el manejo de la iglesia pentecostal de la región, la sustracción y comercialización subterránea de stéreos, la producción y distribución de libros apócrifos, el acceso a Internet, la coacción a la prensa por medio de la censura previa, las violaciones sitemáticas a los derechos humanos, la venta de armas y municiones, la explotación de garitos y hoteles, los resultados de encuentros de fútbol y combates de catch, las torturas, los parques de diversiones, la homosexualidad y el travestismo, la compra-venta de muebles y artículos del hogar usados, los programas periodísticos de radio y televisión por cable, los talk-shows, la lotería distrital, el tabaco -que aún hoy sigue vedado en todo el territorio ponzoñozo-, los abogados y contadores públicos, las licitaciones oficiales para el recambio de luminarias y los asfaltos, las carreras de caballos, automóviles y avestruces, el lavado de dinero, la represa, las estafas con cheques sin fondos suficientes, los piratas del asfalto, los pungas, el expendio automático de condones y, en definitiva, cuanta cosa tuviera algo que ver con el crimen organizado.
Por éso, y no por la pueril excusa que interpuso el jefe, fue que tuve que recurrir a uno de los oficiales rescatados por Hammet para obtener la información oficial sobre el asesinato y ver un par de fotografías del cuerpo -o lo que quedaba de él- de Bety Boop, el día siguiente a que el enano me contratase.
Así fue que esa mañana plomiza de otoño el tipejo casi se salió de las casillas suplicando que encontrase al asesino de su socia para tomarlo entre sus garras y bla bla bla. Tranquilícese, amigo, le pedí; lo encontraremos, lo buscaremos y lo encontraremos así se esconda en el confín más remoto del mundo, amigo. Entre otras razones, porque la psicología criminal es falible y, sobre todo, repetitiva, responde a patrones previsibles, le expliqué soberanamente cual psiquiatra freudiano. Son cien por día y lo encontraremos, se lo aseguro, aseguré. Y Bimbo sonrió con malicia.
Tiró sobre el escritorio una tarjeta en la que se leían las iniciales E.H. y la dirección de El angel azul, donde dos meses atrás había concurrido, por recomendación de W. Bourroughs, para deleitarme con Miss Boop. Quien hasta entonces era sólo E.H., dos letras puntuadas en el centro de un trozo de cartón barato, extendió enseguida seis billetes de cincuenta por encima del cenicero de cristal que hacía años no tenía uso y quedamos en vernos en tres días, en el bar mencionado, cuando y donde le daría la primera aproximación al caso.
Lo más gracioso fue que, antes de retirarse, debió realizar toda una serie de malabares físicos para descender -literalmente- de la silla rebatible. Era tan pequeño, tan anómalo con sus bracicos minúsculos y piernicas cual medialunas, que en principio pensé que era un chiste si no hubiera sido por el dinero abonado y porque al día siguiente las fuentes policiales confirmaron el crimen, instantáneas incluídas.
¿Cómo iba yo a suponer entonces, siquiera a imaginar que ese ser chusco mediohumano, que ese liliputiense inflado como globo de cuatro lados habíase desposado con la persona que amé por un instante... ¿para siempre? ¡Un maldito hombre incompleto al lado-sobre-debajo de semejante beldad!
Además, ningún individuo con las características de esa criatura patética, amorfa, abyecta y grasienta, sin pelos en el pecho seguramente, podía llamarse -o hacerse llamar, lo que es peor- Hemingway. Un insulto, una falta de respeto, una ironía grotesca, una broma de mal gusto. Preferible que se apellidara Gulliver o algo por el estilo. Sansón, Hécules, tal vez. Hércules S. -por Sansón- Ulises, todo junto, si se quiere. O como cualquier otro cíclope que alguna vez caminase los viñedos del señor. No sé. Como le hubiera venido en gana. Pero jamás Hemingway. Un sacrilegio, una profanación inmoral, un aborto de la naturaleza que el destino, del algún modo, debía reparar.
Sólo por ello debía incriminarlo, buscar la vuelta para hallarlo culpable del inicuo asesinato con descuartizamiento o de cualquier delito por el que debiera pasar cadena perpetua con trabajos forzados y lapidación. Sacrificarlo, inmolarlo en la piara de las monstruosidades.
Intima e instintivamente, clamé venganza.

martes, noviembre 21, 2006

"Un perro andaluz"

Una obra compleja, extraña y perturbadora de Luis Buñuel y Salvador Dalí...

jueves, noviembre 16, 2006

Busco depto. en Monte Hermoso

Gente de Monte Hermoso: ando buscando un depto. lindo, cómodo y en lo posible económico (por no decir barato), como para una flía. de cuatro personas y por febrero... ¿Alguien por ahí puede ayudarme? Gracias, che.

martes, noviembre 14, 2006

La desaparición de Julio López y el aparato de seguridad

La que sigue es la nota editorial de la Metro Nº 2:

Jorge Julio López lleva más de un mes desaparecido y –al cierre de esta edición– no se tienen noticias de su paradero y el gobierno provincial confiesa no tener una sola pista para seguir. Hablamos del testigo clave en los Juicios por la Verdad que lleva adelante la justicia bonaerense, los cuales continúan con otros testimonios contra represores.
Fue el mismísimo gobernador Felipe Solá quien aseguró que López «es el primer desaparecido en democracia». Ocioso es señalar la carga política que el concepto «desaparecido» tiene en nuestro país. Miles de «desaparecidos» durante la dictadura militar le han dado a ese término una connotación específica: aquella relacionada con el terrorismo de Estado, las fuerzas represivas, los grupos de tareas.
El secretario de Derechos Humanos de la provincia, el moronense Edy Binstock, dijo además a una radio –declaraciones reproducidas por El Día (20/10)– que existen «algunos personajes que parecen añorar una etapa no democrática» del país y apuntó a «sectores activos de las fuerzas armadas y debe haber, aunque no lo hagan público, sectores dentro de las fuerzas de seguridad, tanto en la (policía) bonaerense como en la federal».
No puede resultar extraño, entonces, que los testigos a quienes el gobierno ofreció «protección» policial mientras siguen los juicios en La Plata, hayan coincidido en la misma respuesta: no. La sospecha de que han sido esos «sectores activos» los responsables de la desaparición de López es casi una certeza para muchos.
¿O no estaban en situación de «protegidos» los testigos amenazados en el juicio por presunta pedofilia que se le sigue al cura Julio César Grassi? Ni hablar de los numerosos casos de gatillo fácil ni los escandalosos casos de robos, asesinatos y secuestros extorsivos en los que policías y militares se encuentran involucrados, incluso liderando bandas dedicadas a «tareas» delictivas en pequeña y gran escala.
Ni los sucesivos descabezamientos ni las habituales purgas han servido para desarticular la red de «barones» enseñorada en las comisarías y departamentales, según demostraron investigaciones oficiales y periodísticas, denunciadas reiteradamente por organizaciones no gubernamentales argentinas e internacionales (de derechos humanos, Amnesty, etc.). Esta es una verdad que, en La Plata, no reconocen abiertamente –salvando elipsis como la de Binstock– pero de la cual son perfectamente concientes.
Dicha red incluye a policías retirados, exonerados, en disponibilidad y en actividad. Por eso son temidos en las más altas esferas gubermentales. Porque allí saben, también –como ya ha ocurrido–, que los «barones» son perfectamente capaces de echar por la borda las pretensiones políticas de cualquiera cuando se trata de salvaguardar sus intereses o simplemente tomar venganza.
Es por todo ello que la desaparición de López resulta mucho más grave, incluso, que el asesinato de Cabezas: no se trata de una «vendetta» privada sino de la respuesta represiva de un «aparato» que sigue vigente y amenaza a la sociedad en su conjunto.
La respuesta popular tiene que igualar y sobrepasar esa envergadura.

El comisario Diego Spina o la nueva cruzada del Torquemada moronense

Como ya te avisé, apareció la Metro Nº 2 (se consigue en los mejores kioscos de la zona oeste del GBA o te podés suscribir enviando un mail a metro_sub@yahoo.com.ar) con un material imperdible: entrevista a Sabbatella; otra desde la cárcel de Ezeiza a Roberto Canteros, el único detenido por los sucesos de Haedo de un año atrás (impresionante lo de Raúl!!!); la historia de los Estudios San Miguel (excelente Alfredo!!!); un informe sobre los túneles para el FC Sarmiento (impresionante lo de Fede!!!), y mucho más. Y una última página dedicada a responder a la "campaña" que dedican a la revista y a mí en lo personal desde la Secretaría de Políticas Comunicacionales de la Municipalidad. Que dice más o menos así:

En su edición del 4 de octubre pasado, el semanario La Opinión de Morón publicó un pretendido «análisis» del justicialismo moronense en el que incluye a esta revista dentro de una conspiración global cuya pretensión sería acrecentar «la campaña de desprestigio para bajar el caudal de votos de Sabbatella».
Para el libelo, metrópolis suburbana (que «con sutileza» exhibe un «perfil fuertemente partidario» –en qué quedamos: ¿es sutil o fuerte…?) no es más que parte del andamiaje conspirativo motorizado por Mario Oporto, que se suma a un hipotético «diario de similar tenor», a «volantes anónimos que suelen inundar las calles de Morón», a los médicos que reclaman mejores salarios en el Hospital Municipal y al PO de Hurlingham.
La verdad salta a la vista: el autor del disparate cree que los lectores de ese periódico son imbéciles.
Para publicar tan temerario «análisis», Alberto Ventosa –director de LO– no se preocupó por consultar a ninguno de los presuntos conspiradores con el objeto de completar su artículo –como corresponde a la ética periodística– ni intentó verificar semejante dislate con otras fuentes –como es de práctica en esta profesión–. Incluso aseguró al director de esta revista que no había escrito el citado despropósito. En buen romance: a pesar de ser el director, no se hizo cargo.
Es lógico: Ventosa no es periodista, probablemente no sepa redactar un artículo coherente y obviamente carece de ética profesional. Encima, a poco de comprar LO, echó a sus trabajadores de prensa con el fin de ahorrar costos y, por ende, acrecentar sus ganancias.
Entonces, ¿quién es el autor «fantasma» de la falaz especie que Ventosa dio por cierta? Aparte de llenar sus páginas con las gacetillas que las oficinas de prensa de Morón, Hurlingham e Ituzaingó le envían (LO es un verdadero boletín oficial de los tres municipios), es vox populi –y todas las fuentes consultadas lo corroboran– que los «artículos de fondo» relacionados con Morón aparecidos en ese medio son redactados por un profesional del periodismo advenido burócrata municipal: el muy católico Diego Spina, secretario de Políticas Comunicacionales de la Municipalidad.
Entre sus muchas tareas (como aprobar suculentas pautas publicitarias para Ventosa), Spina se toma el tiempo para elucubrar conspiraciones inverosímiles que tienen por víctima al intendente Martín Sabbatella. Eso no sería un problema si no fuera porque las hace publicar en medios gráficos y en las radios locales a través de llamadas telefónicas anónimas, pues considera idiotas a los vecinos de Morón, capaces de tragarse sin chistar sus cristianas alucinaciones.
Por su permanente militancia católica, Spina se cree Torque-mada. Como al inquisidor, lo domina el miedo a perder sus privilegios y por eso ha iniciado una caza de brujas que incluye la difamación y la perfidia. Teme como a la peste perder su im-portante salario y avanza en su cruzada contra los infieles que amenazan su triste estabilidad de oficina.
O, tal vez, Spina se imagina un comisario político: él decide qué está bien y qué está mal publicar en los medios locales y regionales; cual clásico stalinista, si algo escapa a su rígida vara tiende a ver y divulgar conspiraciones desde la poderosa usina que controla, señalando a trotskos que devoran inocentes infantes para mejor servir al fascista, enemigo de la moral y la libertad…
Por eso es dable imaginarlo en su oscuro despacho, devanándose los sesos –entre rezo y rezo– para emular a su probable admirado Horacio Verbitzky, quien suele ejercer similar tarea también desde las sombras; pero que, a diferencia de su replicante local, a veces tiene el valor y la dignidad de dar la cara y estampar su firma al pie.

jueves, noviembre 09, 2006

Algunos sitios por donde pasear

Anduve revisando un poco mi descuidada Zona Literatura –a partir de la linda recomendación que hizo Gustavo Faverón Patriau en su blog– y me dio por controlar los enlaces que vengo recomendando desde allí. La mayoría funciona, pero unos cuantos se han descolgado de la red de redes vaya a saber uno por qué razón (se pinchó fuerte el "gran negocio" de la internet y esas millonadas que volcaban ignotos inversores...). Acá van algunos enlaces por los cuales vale la pena pegarse una vuelta:
C. Schlaen Página del escritor y dibujante C. Schalaen, autor santafesino (Santa Fe, Argentina) de dos libros de ficción histórica: "Ulrico, la historia secreta de la Conquista" y "Orllie, la viva imagen del rey de la Patagonia", además de varias novelas de aventuras y policiales destinadas a los jóvenes, todas ilustradas bellamente por él mismo. Visitar el sitio es una buena manera de aproximarse por primera vez a su obra que no tiene desperdicio.
Marcelo Dos Santos Sitio que recoge buena parte de la obra del autor argentino de ciencia-ficción, fantasía y horror Marcelo Dos Santos, incluidos algunos relatos de su último libro: Ultimas visiones (publicado en la Argentina y en España por Editorial el Taller del Poeta). Además, tiene un repaso por su biografía y por su obra publicada en distintos medios, tanto gráficos como electrónicos. Todo adornado con Flash, fácilmente navegable.
Diagonautas La capital de la provincia de Buenos Aires (Argentina), La Plata -llamada también la ‘Ciudad de las diagonales’-, tiene su portal literario: Diagonautas. En el se puede descubrir las obras y autores del lugar, información sobre talleres literarios y eventos varios, etc.
La Bondiola La Cooperativa Cultural La Bondiola realiza este portal del Lago Logan en el que puedes encontrar información inexistente en otro. Nada más... ni menos.
El Amante Con 10 años encima, lo que es considerado todo un milagro por sus propios hacedores, la revista de y sobre cine El amante tiene su sitio en la web en el que puedes conocer muchos de los contenidos mensuales del soporte papel de esta publicación y bastante más: artículos críticos sobre los estremos recientes, la cartelera de las salas de Buenos Aires, los festivales, libros, cine en TV y hasta un lugar para el debate. Además, puedes conocer los contenidos de las ediciones anteriores de la publicación.
Premios Literarios Material sobre distintos concursos y premios literarios del mundo de habla hispana, aparte de algunos recursos para el autor.
Ciencia-Ficción Interesante directorio con información y, sobre todo, enlaces a páginas sobre una vasta gama de autores que se dedicaron y dedican a la ciencia-ficción, la fantasía, el horror y algunas otras cositas más. Los fans del género no pueden dejar de visitarlo.
Nueva Alejandría Es un portal educativo especial para docentes de escuelas de todo el mundo latinoamericano y de habla castellana, con contenidos específicos para el área. Asímismo, los establecimentos educativos pueden inscribirse con un proyecto en este portal y, a través del envío de e-mail, se lleva a cabo el contacto entre las escuelas que tengan un proyecto en común y así desarrollarlo en conjunto.
Manuscritos Otra editorial vritual, española ella, cuya especialidad son los ahora llamados e-books. Aquí publicó su último libro el español Francisco Umbral. Tiene distintas secciones (novela, relatos, teatro, ensayos, clásicos), y en alguna de ellas puedes publicar tu obra. Es sumamente su sección Gothic, con obras de H.P. Lovecraft, Henry James, entre otros autores clásicos del género.
Estandarte Las noticias del mundo de la literatura conforman el principal contenido de este sitio español, desde las novedades editoriales hasta diferentes secciones para publicar tu obra (en sólo tres géneros: poesía, relato corto y ensayo). Hay crítica, premios y convocatorias, patrocinan concursos y, según dicen, hacen regalos a sus visitantes. Además, envían vía e-mail un boletín con las últimas novedades, en su mayoría extractadas de los principales diarios del mundo hispanoparlante.
Expoescritores Según Mercedes Cortázar, directora y editora de este sitio que se realiza en Atlanta (Giorgia, EEUU), Expoescritores es "la primera feria electrónica de escritores que escriben en español", y su propósito "es dar a conocer en la Red a los escritores que, diseminados por todo el mundo, mantienen el vínculo común de la lengua castellana". Aunque los autores son pocos, brillan por su calidad, y se pueden hallar poemas, ensayos, reseñas y un fragamento de una novela de Mercedes Cortázar. Además, hay muchos enlaces a otros sitios.
Poesía.com Un sitio interesante, de actualización trimestral, en el que la poesía es, por supuesto, el contenido principal. Concursos, chatas, foros, librería, son algunos de los servicios a los cuales se puede acceder. No obstante, como se dijo, lo esencial es que podrás leer y/o bajar libros enteros de, por ejemplo, Verónica Viola Fisher, David Wapner, Yanko Molina, Germán Carrasco, Fernando García Delgado, Edwin Madrid y hasta los pomeas de Ricardo Zelarayán leídos por él mismo (MP3). También, previa suscripción, recibirás trimestralmente un libro de poesía y, también previa suscripción, un poema diario, como para empezar el día con algo de poesía en el alma y en la cabeza. Poesía.com es pura poesía argentina y latinoamericana, con poemas inéditos, anticipos, libros difíciles o agotados, etc. Para no perdérselo.
Dos Potencias Con mucha información para especialistas y no tanto, es un lugar para recorrer con un poco de tiempo, aunque el principal problema que se presenta es que las distintas secciones son en realidad links que van a otros sitios, lo que puede convertir el recorrido en un verdadero laberinto. No obstante, vale la pena conocerlo. También venden libros y cosas así.
Y para terminar,
Zona Literatura, según el ya mencionado Puente Aéreo: "aparentemente hecha en Argentina, ZL recoge poesía, ensayo, cuento e incluso más de media docena de novelas escritas por autores argentinos y españoles jóvenes. La calidad de algunas es sorprendente". Gracias.